No puedo silenciar por más tiempo el
sentimiento de impotencia que me produce la situación actual de España. Me
aterra imaginar sus graves consecuencias. Lo que ello puede traer consigo.
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El Paro: Millones de personas condenadas a la inanición.
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La Deflación: Un pozo capaz de ahogar toda esperanza.
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Un nacionalismo radical: Donde una dictadura puede renacer.
Quiero ser intolerante con la demagogia de
nuestros representantes políticos.
Quiero rebelarme contra el capitalismo
salvaje que siempre sale fortalecido.
Quiero combatir la indolencia de aquellos que
no sufren la crisis.
Y quiero gritar. Disentir. Echar fuera de mí
tanta tristeza.
¿A qué aguardamos para remediar la tragedia
que nos asola?
Más de la mitad de nuestros jóvenes en edad
de trabajar, en edad de comerse el mundo, de formar una familia, de impregnar alegría
y sueños a la sociedad y mejor preparados que nunca, no saben qué hacer. Y,
además, no pueden resignarse. ¿A qué?
¿Qué haríamos, en su caso, cualquiera de
nosotros?
¿Nos alistaríamos en las filas de los
partidos políticos? ¿Nos meteríamos a curas? ¿Nos aceptarían en el ejército?
¿Nos buscaríamos un padrino (banquero, político, sindical, magistrado,
empresario o…) que nos colocara? ¿Huiríamos de España en busca de mejor fortuna?
¿Dejaríamos de ser dignos y delinquiríamos? ¿Nos abandonaríamos hasta la
extenuación? ¿Recurriríamos mendicantes a nuestros padres, abuelos o allegados?
La indignación, llegaría un momento, nos
haría ser violentos y en lugar de amar odiaríamos, transformándose los tiempos
de nuestras fuerzas anulando la ilusión por rabia. Y nos preguntaríamos:
¿Contra qué o quién arremeto que palie mi
situación?:
¿Contra los que nos gobiernan? ¿Contra
quienes tienen varias ocupaciones retribuidas? ¿Contra los ricos o los
poderosos? ¿Contra el Sistema impúdico que tenemos?
¡Cuánta miseria! ¡Cuánta injusticia! ¡Cuánta
depravación! ¡Cuánto engaño!
Ni que decir de los mayores de…, digamos,
cincuenta años. Con familia o sin ella. Mendigando. Acudiendo a centros de
caridad ¡Qué vergüenza! Hasta que el terror o la desesperación acuda y les
lleve a tirarse por la ventana. O mejor, se lleven por delante a quien les
estafó engañándoles con sus mentiras, se pasó por el forro de sus pantalones sus
quejas, despidiéndoles, prometiéndoles sin hacerles caso, llevándose sus
ahorros. O, tal vez, se dediquen a robar hasta que les pillen, imitando a
muchos de arriba y, como ellos, se acomoden, se acostumbren, les sea grato y,
¿por qué no?, puede que la suerte les sonría, y en esas, les contrate uno de
los muchos delincuentes que hay necesitados de más secuaces, para convertirse
en jerifaltes que den vuelta a la tortilla.
Y así es la deflación, la pescadilla que se
muerde la cola, hasta completar el ciclo que el capitalismo nos imponga.
Impunemente, sin inmutarse, de lo más natural.
Y no habrá manera de cambiarlo, ni de
impedirlo, hasta que nos inmolemos.
Los locos de turno se aprovecharán del
descontento y, llegada la ocasión, provocarán la salvación con su fanatismo,
arrastrando a la gente que esté desesperada. O los que mandan se radicalizarán
sin comprender que la tolerancia es infinitamente mejor que la falta de ella. Y
no cederán queriendo imponer una legalidad a su medida, sin percatarse que hay
otra clase de gente que ha logrado perder el miedo.
Mientras no se regulen los mecanismos
insaciables del capital que dominan los mercados (y otras anónimas voluntades)
no habrá solución. Las crisis se sucederán y, en alguna de ellas, el estado de
bienestar desaparecerá para siempre atrapado en las fauces sanguinarias de la
ambición que todo devora. Estamos en tiempo y existen alternativas para
cambiarlo. Vayamos a una economía sostenible y no destruyamos lo conseguido.
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