sábado, 12 de mayo de 2012

PERDER EL MIEDO, ESE ES EL MILAGRO


No puedo silenciar por más tiempo el sentimiento de impotencia que me produce la situación actual de España. Me aterra imaginar sus graves consecuencias. Lo que ello puede traer consigo.
-        El Paro: Millones de personas condenadas a la inanición.
-        La Deflación: Un pozo capaz de ahogar toda esperanza.
-        Un nacionalismo radical: Donde una dictadura puede renacer.
Quiero ser intolerante con la demagogia de nuestros representantes políticos.
Quiero rebelarme contra el capitalismo salvaje que siempre sale fortalecido.
Quiero combatir la indolencia de aquellos que no sufren la crisis.
Y quiero gritar. Disentir. Echar fuera de mí tanta tristeza.
¿A qué aguardamos para remediar la tragedia que nos asola?
Más de la mitad de nuestros jóvenes en edad de trabajar, en edad de comerse el mundo, de formar una familia, de impregnar alegría y sueños a la sociedad y mejor preparados que nunca, no saben qué hacer. Y, además, no pueden resignarse. ¿A qué?
¿Qué haríamos, en su caso, cualquiera de nosotros?
¿Nos alistaríamos en las filas de los partidos políticos? ¿Nos meteríamos a curas? ¿Nos aceptarían en el ejército? ¿Nos buscaríamos un padrino (banquero, político, sindical, magistrado, empresario o…) que nos colocara? ¿Huiríamos de España en busca de mejor fortuna? ¿Dejaríamos de ser dignos y delinquiríamos? ¿Nos abandonaríamos hasta la extenuación? ¿Recurriríamos mendicantes a nuestros padres, abuelos o allegados?
La indignación, llegaría un momento, nos haría ser violentos y en lugar de amar odiaríamos, transformándose los tiempos de nuestras fuerzas anulando la ilusión por rabia. Y nos preguntaríamos:
¿Contra qué o quién arremeto que palie mi situación?:
¿Contra los que nos gobiernan? ¿Contra quienes tienen varias ocupaciones retribuidas? ¿Contra los ricos o los poderosos? ¿Contra el Sistema impúdico que tenemos?
¡Cuánta miseria! ¡Cuánta injusticia! ¡Cuánta depravación! ¡Cuánto engaño!
Ni que decir de los mayores de…, digamos, cincuenta años. Con familia o sin ella. Mendigando. Acudiendo a centros de caridad ¡Qué vergüenza! Hasta que el terror o la desesperación acuda y les lleve a tirarse por la ventana. O mejor, se lleven por delante a quien les estafó engañándoles con sus mentiras, se pasó por el forro de sus pantalones sus quejas, despidiéndoles, prometiéndoles sin hacerles caso, llevándose sus ahorros. O, tal vez, se dediquen a robar hasta que les pillen, imitando a muchos de arriba y, como ellos, se acomoden, se acostumbren, les sea grato y, ¿por qué no?, puede que la suerte les sonría, y en esas, les contrate uno de los muchos delincuentes que hay necesitados de más secuaces, para convertirse en jerifaltes que den vuelta a la tortilla.
Y así es la deflación, la pescadilla que se muerde la cola, hasta completar el ciclo que el capitalismo nos imponga. Impunemente, sin inmutarse, de lo más natural.
Y no habrá manera de cambiarlo, ni de impedirlo, hasta que nos inmolemos.
Los locos de turno se aprovecharán del descontento y, llegada la ocasión, provocarán la salvación con su fanatismo, arrastrando a la gente que esté desesperada. O los que mandan se radicalizarán sin comprender que la tolerancia es infinitamente mejor que la falta de ella. Y no cederán queriendo imponer una legalidad a su medida, sin percatarse que hay otra clase de gente que ha logrado perder el miedo.
Mientras no se regulen los mecanismos insaciables del capital que dominan los mercados (y otras anónimas voluntades) no habrá solución. Las crisis se sucederán y, en alguna de ellas, el estado de bienestar desaparecerá para siempre atrapado en las fauces sanguinarias de la ambición que todo devora. Estamos en tiempo y existen alternativas para cambiarlo. Vayamos a una economía sostenible y no destruyamos lo conseguido. 

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