Es posible, debido a mi edad y distancia, que haya sido este año mi último viaje a tierras tan lejanas de mi España querida. He podido comprobar el profundo contraste entre Bali, una isla eminentemente turística de Asia, en la Indonesia que he visitado, y mi amado país perteneciente a la Europa comunitaria e igualmente receptor de extranjeros de forma masiva. Nunca acabaría de contar la infinidad de diferencias entrambas latitudes, pero existe una común y primigenia originada por la ignorancia, los misterios y los miedos que, a través de sus ritos, marcan las costumbres de la gente y la dominan.
Hoy, en cada casa de Bali, prácticamente hay un templo donde, cada día, muestran sus ofrendas a los dioses como la gente hiciera en el imperio romano, donde Constantino, por su interés político, abrazó el cristianismo que no deja de ser una religión más. Monoteista, eso sí, con simbolismos bien diferenciados, pero igual que todas, tan creíbles e inverosímiles como las venideras que surgirán por lucro, conveniencia u otras razones inventadas por los hombres.
La lucha entre la fe en un Dios o dioses (sin la que es difícil vivir) y la ciencia de antaño van distanciándose para que, a fin de cuentas, la creencia religiosa de la primera ceda ante el avance imparable del conocimiento de la segunda. Ya va siendo hora de separarlas y que cada cual en España pague lo que consume y utiliza. Nadie debe de estar obligado a financiar aquello que no sea en provecho común como la salud, la educación, el bienestar social, la igualdad de oportunidades, la libertad de decidir, la justicia, la solidaridad, la defensa de los oprimidos y desfavorecidos... Ya va siendo hora de no financiar con los impuestos de todos lo que posibilita un mayor dominio de unos sobre otros, monopoliza un enriquecimiento desmedido de algunos que, además, condicionan y marcan la vida de los demás, perturbando y preconizando desigualdades entre hombres y mujeres, creyentes y paganos...
La sociedad ha de permitir que sus miembros libremente elijan sus ideas y estas sean respetadas si son honorables, pero no a base de imponer sus dogmas, simbolismos, supersticiones y credos y, menos aún, que el Estado (todos nosotros) las financie. Por supuesto, la política ha de estar al margen y no aliarse con ninguna de ellas abrazándose a su misterio como ahora se abraza, propagando la obligación de sus ritos en escuelas infantiles privadas, públicas o concertadas; cabe, sin embargo, el estudio de su historia como cualquier otra materia, pero no la obligación de la práctica de sus liturgias, normas y prohibiciones. No es cuestión de ofender o molestar, si no de igualdad y justicia.
Ya va siendo hora del laicismo en España a fin de que los negocios religiosos en dejen de bendecir con agua bendita sus actos. Esto no supone prohibir una actividad religiosa por muy desmedidos que sean sus ingresos, pero que los mismos no se potencien con el erario público, paguen sus impuestos y su actividad sea regulada, rigiéndose por las mismas leyes que cualquier individuo o sociedad seglar.