Hace pocas fechas un matador de
toros murió corneado por el novillo que lidiaba. Cuando efectuaba su faena, una
actividad de alto riesgo, inesperada y lamentablemente, llegó su hora. Se
trataba de una persona joven, absolutamente desconocida para mí: ¡Descanse en
paz!
Tan infausto suceso, causó enorme
revuelo mediático en las redes sociales, surgiendo diversas voces que, pese a
su escaso número, fueron repulsivas e irracionales. No es pues mi intención reavivar
las mismas, sino al contrario, reflexionar
sobre ellas y sus aspectos colaterales. Revelaron, a mi juicio, autorías
extrañas, faltas de sensibilidad y tolerancia, con un exiguo o nulo respeto por
la vida. De ninguna manera es defendible (lo diga quien lo diga) el racismo, la
barbarie, la violación, la injuria, la crueldad, el crimen… Alegrarse,
ironizar, escarnecer la muerte de un ser humano, por mucho que se lo tenga
merecido (que no es el caso) repugna y es injustificable. Aun aceptando que la debilidad,
la indefensión, la impotencia de un ser vivo ante la fortaleza de otro (el
ciudadano ante el Gobierno, el toro ante el torero, por ejemplo) pueden dar
arrestos y llegar a irrumpir, en defensa propia, con los mismos o peores
instrumentos y actos con los que el agredido se siente acosado, la conducta
adecuada, las normas establecidas no se han de desvanecer con fuerza ni
descalificación; menos aún, las realidades que la propia Naturaleza dispone
para las distintas vidas (planta, insecto, mamífero, hombre) que nuestra mente
valora y ordena a su criterio, obrando e imponiéndose sobre las diferentes
especies. Sordos nos quedaríamos con los millones de muertes diarias, si todas
y cada una de ellas fueran pregonadas: su exterminio sirve de alimento, incluso,
a vegetarianos. Pero el ser humano es susceptible y capaz de modificar muchas
circunstancias por difíciles que parezcan. En tal camino hemos de situarnos y defender
la vida a ultranza (a todos o parte de los seres vivos) mediante procesos que
rechacen aquellos que persistan en lo contrario y lograr, en su caso, la desaparición
pacifica de pescadores, cazadores y demás matarifes por mucho que los avale la
tradición o la costumbre.
“La vida es sagrada”, oímos decir
a menudo, por lo que acabar con ella no debe producirnos algarabía sino
tristeza. Mofarnos de una muerte es, cuanto menos, una indolencia ignorando qué
pasará con la nuestra. Nadie puede evitar pensamientos, palabras o hechos de
los demás. Que eso no nos afecte: no depende de nosotros. Acaso, ¿se puede
remediar el rencor, el odio, la venganza individual? No es posible prohibir el
mal gusto, la nefanda maldad, la mofa,
ni la libertad de expresión que también unos falsarios merecen
Trato de espantar de mí, sin
embargo, el temor que siento por la reacción producida. Una reacción clamando
venganza, manifestando odio, dando pábulo al rencor que puede dar pié a
instaurar leyes más represivas. Y esto último me aterra, porque (lo diga quien
lo diga) la paz no se consigue con la guerra, ni la concordia con la imposición
o la fuerza de leyes coercitivas. Aún
recuerdo la matanza producida en París a causa de un semanario satírico que se
metía contra el Profeta del Islam. Todo occidente defendimos la vida de quienes
la perdieron en aras a su libertad de expresión. En España unos titiriteros
fueron apresados arbitrariamente. Cada cual ha de hacer valer su libertad; si
bien, ésta, no es plena sin el respeto a la vida que nos obliga para con nosotros y
los demás. Y es que el respeto no se logra blasfemando, engañando, maldiciendo o insultando a la
madre que nos parió y menos con el crimen, el ensañamiento, la represalia o con
unas leyes implacables para todos, originadas por unos pocos. Creedme: comencemos
hablando impecablemente, sin presuponer; sabiendo que lo que lo hagan otros no
puede impedirse y, por tanto, seamos responsables haciendo lo máximo que se
pueda.
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