Nada es tan potente y preocupante que la guerra. En ella mueren
millones de personas y otras tantas quedan sin hogar, sin voz, olvidadas de
toda justicia.
La guerra es la primera fuerza bruta, la más dañina y cruel. Se adultera de muy diferentes formas para inventarla, para
justificarla, alegando, especialmente, que es para mantener la paz (la paz de los muertos, sin duda)
mientras fabrican infinidad de armas que han de consumirse. Una falacia criminal
de quienes la incitan, ya que a nadie se le escapa que el uso de la violencia
genera más violencia y su exterminio se logra con que el nulo interés por lo
material, elevando el valor de la educación en pro del respeto hacia los demás
y sus diferencias ideológicas, así como la libertad y democracia de los pueblos,
una vez sus necesidades básicas están cubiertas.
Existen, no obstante, fuerzas tan
dañinas como la indicada, que apenas si reparamos en ellas.
Dependemos de los bancos,
especialmente los privados, que crean dinero de la nada. Tal privatización es la causa principal de la ignorancia, la pobreza,
la discriminación social,… ya que con ello, sin más motivación que su
propio interés, mandan en el mundo dirigiendo a gobernantes, especuladores,
contrabandistas… solidificando su poder.
Éste, tal vez, sea incluso superior al que sustentan las religiones que se
basan en las obscenas e invisibles mercancías del oscurantismo y el miedo,
provocando odios y rivalidades entre la gente y los pueblos.
La banca debería limitarse a prestar solamente los fondos depositados y
que sea el Estado el único ente con facultades para poder emitir dinero. El
dinero físico debería ser anulado (salvo las monedas en circulación) para que
toda transacción, por delictiva que sea, deje huellas a su paso. Hoy en día, cualquier Donan Trump, cualquier Soros o Rothschild, por obra y gracia del dios Dinero, del que emana su poder, puede
convertir en chatarra el mundo económico y fantástico en el que nos movemos, originando determinadas crisis que excite
malignos destrozos y el hombre indemne acuse su fragilidad.
Son, por tanto, las crisis, otros de los males endémicos a combatir,
que tan sólo pueden vencerse deteniendo la codicia que nos arrastra a la
inseguridad o al afán por lograr cosas que carecemos. La avaricia con nada puede ser justificada, salvo con el infierno
interior a que la misma nos somete, imputable a no considerar que todo es
relativo, sustituible y nada certero. Nos movemos en la incertidumbre sin
pararnos a pensar que la muerte nos llega volando y que nada es tan
gratificante como pasar, la escasa o larga vida que tengamos, en bienestar.
Deberemos, por consiguiente, achatar los extremos materiales de riqueza
que nos separan, permitiendo una renta digna a quienes se esfuerzan por
conseguirla y limitando aquéllas que, aun siendo ganadas con sacrificio y trabajo
o por circunstancias distintas a las primeras, apenas si erosionan su merecida
fortuna, así como tampoco, a los principios fundamentales que nos hemos dado
para coexistir: la vida, la libertad y la propiedad privada, mientras uno viva.
Hagamos una lista de cosas positivas y arruguemos el negativo espíritu
de las cosas corrosivas y peligrosas para la vida. Olvidémonos de calificativos
o típicos encasillamientos que nos inmovilizan y crean prejuicios. Dejémonos
llevar por los sentimientos de solidaridad sabiéndonos todos humanos. Hablemos
impecablemente. No supongamos. Y, sin que nos afecte lo que hagan o digan los
demás, que no podemos evitar, hagamos lo máximo posible para obtener lo que el
corazón nos dicta.
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