- - Pepe, Pepee. La suegra ha muerto. –Gritó Juan desde un cuarto piso a
su cuñado, que vivía en el bajo. Pepe, gesticulando no haber oído, voceó a
Juan hacía arriba:
- - No lo siento.
- - ¡Coño! Ni yo tampoco –respondió Juan- pero habrá que enterrarla.
En España también hay cosas que
enterrar, nos gusten o no, pero con la inactividad nunca iremos de entierro.
Los problemas y sus efluvios se agrandan y la indolencia no los resuelve.
Ayer, viendo los debates de la
investidura y pensando en la pasividad
de Rajoy, me vino a la memoria el chiste que antecede. Relacioné los
discursos nacionalistas con la primera de
las guerras mundiales que la Ilíada describe y copie una de sus frases, que
dice: “Sanemos cuanto antes el mal.
Pronto haréis que se agrave con la actual dejadez”. Así que, aquí, sin
dioses ni semidioses, sin absolutos reyes ni infinidad de pueblos, nos
aferrarnos a la ley (que con Rajoy comparto, pero puede enmendarse) o retrocedamos
hacía aquellos tiempos de Troya (a los que a mí no me gustaría volver).
Discurrí que prefiero una separación de nuestros pueblos contraviniendo o no la
ley (y bien que lo lamentaría) antes que
sacrificar la democracia en la que todos los pueblos podemos ser uno y
llamarnos, por ejemplo, Europa. Amo mi lugar de nacimiento (pueblo, región, país)
en el que hoy, por fortuna, impera la libertad y poco, o más bien nada, me
importa ceder soberanía a quien nos gobierne con democracia, justicia y
equidad, pues bien sabemos los
ciudadanos que patria, independencia,
soberanía no son sino palabras que los dirigentes aprovechan en su propio
beneficio. Deseo, más pronto que tarde, nos inculquen el fervor y el
orgulloso de ser europeos.
Me encantó escuchar los debates
de ayer. La libertad con que cada uno de los intervinientes se expresaba. El
respeto, el orden, la conducta con la que se manifestaron. Ideas, puntos de
vista, interpretaciones o perspectivas diferentes. Claridad, vehemencia,
palabras y gestos posibles para entenderse pacifica y honradamente. Alabé la
democracia en mi fuero interno y sentí vergüenza ajena de aquellos “padres de la patria o diputados” que, a
través de la escuela, domesticaron mi juventud con su democracia orgánica, con
su dictadura, con su terror y su tiranía. Nunca les perdonaré el miedo que me
impregnaron con su religión y espíritu nacional. Su suciedad, su corrupción, sus malas artes amputaron el vigor supremo
de mi mocedad.
Entonces, ante la muerte del
enano asesino y golpista, el dictador de Franco, cundió el temor de la
ingobernabilidad del pueblo español. Tanto se repitió, que muchos llegamos a
creérnoslo, al igual que ahora sucede tornando en verdad tantas y tan
descaradas mentiras que se airean y numerosas personas las creen a pie juntillas,
sin siquiera cuestionarlo. Falla la
verdad y, en su sustitución, con sus argumentos, invocan al chantaje y al miedo,
tratando de ser creíbles.
Ayer comprendí las mentiras de Rajoy auto-complaciéndose con su
gestión, protegiéndose de los ataques
que recibía e, incluso, justificándose
de no ser el culpable de las segundas elecciones, llegando a decir que nadie le
pidió que se abstuviera en la investidura de Sánchez (nunca nadie sabe nada y menos cuando sus intereses están por encima de
los demás) a lo que Rivera le recordó los escritos que le habían cursado. Y
es que la mentira es una defensa; una humana protección con las patitas cortas,
si bien, para cuando se descubre, tal vez, sea tarde para actuar. Por tanto, con mentiras tan flagrantes, los
políticos deberían tener su castigo y además no ser votados.
Son, pues, los razonamientos de
unos y otros los que perturbaron mi ánimo, aunque ello no me desaliente, ya
que mi fuero interno está satisfecho con la democracia que en hemiciclo se
respiró (aunque fuera “de baja intensidad”) para redactar lo que acabo de
escribir. Otro día hablaremos del delito que representa el dinero negro (un 30% de nuestra economía) del que nadie habló.
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