La intuición del hombre, en la primera impresión que percibe consciente,
adjetiva lo que ve ignorando cuál es su
razón e, independiente, a cómo pueda ser. Tal calificación la irá modulando
a medida que su conocimiento o trato sean más precisos. Es, sin duda, una señal
innata de defensa, semejante a los colores que la Naturaleza muestra, para
indicar lo que representa o no un peligro. La
Naturaleza, por tanto, protege a sus moradores, aunque el llamado libre
albedrío de éstos lo entiendan como decisiones que sólo a ellos compete. El
hombre acierta en su percepción la mayoría de las veces, condicionado por sus
propios deseos vehementes que le manipulan y falla o se confunde en menos
ocasiones. Tal vez, por eso, se diga que la cara del hombre es el espejo del alma.
No obstante, tales apreciaciones se mantienen calladas aguardando una relación
que las ratifiquen o desmientan con las máximas cautelas. No ocurre lo mismo
con personas públicas, ajenas a tratos y
amistades, que suscitan opiniones controvertidas de acuerdo con el carácter de
cada cual y con la forma diseñada, en la mayoría de los casos, por un asesor de
imagen especializado en armonizar su compostura.
Algunos de ellos son descritos por Ignacio
Sánchez Cuenca de la siguiente manera:
“Lo que sí es cierto es que ninguno de ellos
tiene crisis, ni pasan hambre, ni conocen el paro. Todos duermen
confortablemente soñando con la mentira qué decir al día siguiente.
Pensando cómo engañar a unos tontos del
culo que les defienden que ríen sus ocurrencias y lamen las sobras que tiran,
es decir, sus babas. Se irán de rositas, indemnes sin que nadie les corte sus
atributos. A muchos eso no les pasará porque les inflarán a bofetadas, les
cortaran las pelotas y los lincharan para que la historia hable de los salvajes
españoles que pegan, trocean y sacrifican a los mayores mangantes políticos de
toda la historia, que en lugar de dedicarse a limpiar botas (para lo que
servirían) les ha dado por limpiar bolsillos de la gente confiada”.
¿Alguien duda a quiénes se refiere?
Palabras que suscitan otras
cuestiones contradictorias a las manifestadas por Antonio Banderas en las que
venía decir:
“En España todos quieren ser funcionarios, pero para vivir hay
jugársela”.
¿Son compatibles ambas opiniones?
Sin duda. Sin embargo, nadie debería
confiar en un Sistema no solidario, no regulado, que deja que sea la caridad (limosna
arbitraria al albur de un mecenas o altruistas de turno) el remedio para cubrir
la más importantes deficiencias de la sociedad. Nadie disfruta viendo pedir
limosna a la puerta de su casa, al mendigo durmiendo en su portal o la miseria
que producen la falta de trabajo, la nula educación o el exceso de avaricia. Prefieren,
no obstante, al ladrón de guante blanco que no hiede, al bandido simpático que
los toma por ingenuos, al corrupto que mata su moral en beneficio propio y de
su herencia, al que exige cumplir la ley que él no cumplió, al que pasa por benefactor
de pobres a los que esclavizó, a la hipocresía.
Efectivamente, lo que no cuesta no se valora. Por tanto, la Administración, ha
de proteger a sus administrados al igual que lo hace la Naturaleza. El Sistema
debe procurar el mínimo de supervivencia a sus moradores, en libertad, con un
trabajo con el que ganarse la vida, además
de permitirles la aventura que los encumbre y los haga ricos, si es lo que
desean.
Líbrese a mecenas y altruistas, a
ONGs y Fundaciones, y asegúrense medios para una vida digna.
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