Los continuos movimientos
industriales, comerciales y sociales; la tecnología y nuevos
inventos; la historia cambiante de costumbres y formas de vida que van surgiendo, hacen que sea
preciso ir adecuando, cada vez más aprisa, las normas y leyes por las que regirnos.
Esto supone que, como casi todo, y la Constitución no ha de ser menos, se ha de ir modificando sin
miedo.
Para cualquier asunto, convendrán
conmigo, que lo ideal será establecer previamente las bases generales, comunes
y claras con las que todos nos identifiquemos sin mantener dogmas ni creencias,
sin encasillarse en preceptos que impidan cambiar de rumbo y, lógicamente, que
satisfagan a la gente en su mayoría sin atentar contra sus intereses o les
priven de su libertad. Hay innovaciones que, encaminadas hacía lo universal, no
sólo son imprescindibles acometerlas sino que su proceso es irreversible. Sucede lo mismo con la tan cacareada globalidad, guste o no guste, por lo que cuanto más trasversal sean nuestros principios, cuantas más personas con ellos
se beneficien, mucho mejor.
No es posible progresar
encallados férreamente en una ideología
cerrada, incapaz de admitir otras posiciones, o anclados en un lodazal de principios
equivocados, inconsistentes para detener
un vendaval. Más vale cimbrearse como juncos arraigados a la tierra, sin que
ningún viento poderoso pueda tumbarnos, que quedarse quietos o enmudecidos. No
es posible progresar si se pierde la confianza de aquellos con los que hemos de
relacionarnos o si el motor que genera la misma infunde dudas y suspicacias. Un
auténtico líder es seguido por anónimos incondicionales aun sin entender
siquiera su mensaje, aun a costa de perder sus vidas a las que ordenaron
caminar con los ojos cerrados hacia un abismo.
No bastan sólo los contenidos, los
proyectos, las ideas por muy capitales que sean, es necesario un líder creíble
para llevarlas a cabo. Aquéllas podrán ser estables, sencillas, óptimas, pero,
sin un guía en el que confiar, servirán más bien poco. Cierto es, que la
compatibilidad entrambos ha de darse. Por tanto, determínense las primeras y
después búsquese la persona idónea que, convencido, las haga suyas.
Muchos somos los atrevidos que,
honradamente, podemos aportar fórmulas para el bienestar de la sociedad, pero
muy pocos los aguerridos a ocupar el puesto para encabezarlas y difundirlas;
menos aún, para ponerlas en práctica. La tarjeta de presentación del adalid, además
de coraje, deberá tener facilidad de palabra y ejemplaridad, sin omitir otras cualidades
innatas inspiradoras de confianza, sin las que, como hemos dicho antes, no es
posible la amistad o el negocio. A veces, ocurre, que se malgastan buenos
planes, se queman personas validas o desaparecen gentes entregadas, tan sólo por amparar una determinación
baldía, una simiente sembrada entre risco y espinos, unas palabras dadas
equivocando a una audiencia entusiasta. Habrá que poseer el valor de reconocer
y aceptar el error dando macha atrás, antes que provocar una escisión, una
guerra o un calvario. De una caída o fracaso uno se puede levantar, de un callejón
sin salida o adarve difícil es escapar.
No nos apenemos porque, invariablemente,
hay tiempo para todo si se busca. Siempre se encuentra una segunda oportunidad,
aunque sea menos propicia. Por ello, cuando mis dedos transcriben las presentes letras, mis pensamientos se emborronan cavilando sobre: a) las distintas filosofías que enturbian a Podemos, b) el desenlace que aguarda al P.S.O.E., c) el riesgo latente entre el inmóvil pasado del P.P. y las intenciones independentistas de muchos catalanes. Para todas
estas cuestiones, aún por desentrañar, caben soluciones. Procuremos acertar y no
arrepentirnos: todo es cuestión de confianza.
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