Ser parte de la sociedad,
quiérase o no, es ser fragmento aceptante del Sistema establecido. Objeto de su
domesticación supone haber nacido en él y desde la más tierna infancia. Por regla general, la madre y la familia,
la guardería y el colegio, los amigos y compañeros, los medios de vida y el
ambiente fueron conformando nuestra aceptación, negación o indiferencia. Una
vez modelados, nos percatamos que, sin consentirlo ni posibilidad de volver
atrás, inculcaron en nosotros gustos, costumbres, estudios, comportamientos, trabajos,… que decidirán
nuestro desarrollo.
¿Qué hacer si el Sistema no nos agrada?: ¿No estudiar lo que nos
propusieron? ¿No practicar el deporte que nos enseñaron? ¿Oír música que jamás
escuchamos? ¿Apagar la televisión que nos dormía? ¿No comprar el coche que nos
contamina? ¿No acudir a las procesiones que nos llevaron? ¿No combatir a los
caciques que se alternaban en el poder? Leamos con atención lo que sigue.
Nuestra negación se tornará
problemática ya que ello no contribuye a sus fines. Nos obligarán a pagar
impuestos igualmente, aunque renunciemos a los derechos conseguidos (asistir a
los hospitales, circular por las carreteras asfaltadas, desestimar una futura
pensión…) por lo que, por norma, lo mejor es aceptar el Sistema (social, político, económico) salvo
que te conviertas en un anacoreta (único ser anti-sistema) o juegues a ser
indiferente manteniendo un imposible como lo son la soledad, la igualdad, el silencio, la libertad, la independencia… en su valor más absoluto. Después, se habrá de tomar partido y
rebelarse en la búsqueda de lo que uno se proponga cuestionando al poder y a lo
establecido, siempre que con ello no atentes la integridad de los demás.
Apenas
si sabemos el porqué, el cómo o el para
qué se impuso la tradición, el modelo, la religión, la política… o, si se
instaló con engaños, traiciones, conveniencias o doctrinas…, pero lo que sí sabemos es que queremos
vivir mejor y, por tanto, en ello hemos de esforzarnos, reclamar, cambiar, insistir e
innovar, en su caso.
Los hombres deberíamos comenzar desde una misma línea de partida para
tener igualdad de oportunidades y nuestra
vida, pese a crisis, problemas o altibajos, hemos de vivirla de forma estable,
con un quehacer asegurado, siendo útiles a la sociedad, sin que el mínimo vital
de supervivencia nos falte (comida y vestido, salud y cobijo, educación y
cultura, justicia y oportunidad) sea en
la infancia, en la enfermedad o en la vejez… Nuestras expectativas para formar
una familia, para emprender un negocio, para crear una actividad… no pueden
estar al albur de otra persona física o jurídica, si no (en último término) sujeta al
derecho a trabajar que la Constitución recoge y que el Estado ha de facilitar. Si
tan sencillas premisas no se cumplen, habrá que conseguirlas con las armas a
nuestro alcance: protestas, reivindicaciones, huelgas, manifestaciones
continuas... en demanda de ocupación y seguridad, toda vez que (y sirva para
todos) nada se regala, lo que no cuesta
no se valora y quien no se siente útil está muerto. Eso sí, no perdamos un
ápice de libertad (ningún un pájaro quiere jaulas por mucho que sean de oro), que
es uno de los principales valores a conservar, y respetemos la libertad de los
otros. Lógico pues, será que la empresa, el autónomo (motores del trabajo)
también defiendan sus intereses legítimos, procurándose el beneficio mediante
el despido libre, por lo que, siempre y
cuando el hombre alcance la estabilidad, antes aludida, aceptemos la Reforma
laboral actual. Una reforma a todas luces injusta y absolutamente
rechazable por sí sola, salvo que la Administración dote al desempleado de
ocupación (mínima compensación de protección) tal como apuntamos anteriormente.
El Gobierno, el Sistema y la Sociedad ha
de comprender que, sin empleo o función que permita vivir dignamente, no hay
vida y, por consiguiente, es preferible morir en pié combatiendo, que
desfallecer de inanición arrodillado como un paria.
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