Al parecer, hace 50.000 años, el
hombre se erigió como tal rompiendo las cadenas biológicas de animal salvaje con
las que la Naturaleza, en su evolución, lo mantenía. Entonces, además de
respirar y alimentarse, dio con la chispa inteligente que prendió en su
conciencia iniciando su desarrollo, cuestionando su existencia, surgiendo miles
de formas divinas, inmortales e imprescindibles en las que poder creer y, a su
amparo, otros tantos intérpretes de esas supuestas voluntades celestiales. Improntas
que todavía perduran y que jamás, posiblemente, encuentren una certera explicación.
Las fuerzas naturales visibles, las invisibles, los tabúes, los chamanes de las
tribus, los locos visionarios, los demonios de las religiones, las costumbres,
los miedos al devenir hicieron el resto. Aún,
sin embargo, la muerte continúa siendo un enigma cuando, a lo mejor, es la
simple cadena de la vida que da origen a más vidas de las que no habrá que
preocuparse, bastando sólo con vivir en la armonía y el bienestar del momento,
sin renunciar ni olvidar el relato de la historia que, afortunadamente, no
acaba con nosotros.
Por eso, abogo
y divulgo que, con la muerte del hombre, todo lo suyo acabe: vida, bienes,
derechos y obligaciones e insto en el dicho popular de que “la muerte a todos nos iguale”. Cierto es, que
somos muchos los que, contemplando las vergüenzas terrenas, nos gustaría creer
en una justicia divina, pero nuestra impresión nos suscita, únicamente, la
esperanza de que “no hay efecto sin causa”, por lo que, al margen de ello, me
referiré únicamente al sentido material que aquí me ocupa. Por tanto, afirmo sin ambages, que al desaparecer el
fallecido debería desaparecer igualmente su patrimonio (independiente de cómo
lo haya conseguido). Que los herederos existentes sean fieles valedores del
destino de los mismos, pudiendo optar, en su caso, por el derecho de retracto.
¿Significa lo dicho que las herencias han de derogarse? Sin duda. Su
regulación es imprescindible.
Principios sociales básicos han
de mostrarnos el camino para saber cómo han ser reguladas. La Tierra no
pertenece a nadie y todo lo que surge de
ella, a ella ha de volver. Mientras eso se torna finalista, nuestra sociedad se
desangra con injusticias, desigualdades,
penurias sin que se puedan remediar por
falta de recursos y, sobre todo, porque el Estado ha de procurar ocupación,
equilibrio e igualdad de oportunidades a todos cuantos libremente lo demanden y
merezcan. De ahí que la herencia material deba pasar al ciclo económico común
de la sociedad y no a unos herederos “legales” que gozarán, como todo
ciudadano, en su caso, de estabilidad suficiente para que desarrollen por sí su
propia vida, sin tener que apoyarse en una dote conseguida por otra persona y
medios desconocidos; de suerte que hoy, todavía, la presunción de inocencia y
paternidad es la norma, dando por
hecho que los progenitores no transmiten sus vergüenzas y si sus genes, a veces
suplidos por el refrán “de casta le viene al galgo”.
Esta medida es de suma importancia para enfriar la codicia. Una
codicia que constituye, con otras reglas que desde este foro estoy dando a
conocer, la alma mater del capitalismo salvaje. Una herencia personal destinada
a paliar necesidades sociales, crear
estímulos particulares y comerciales, distribuir la riqueza y que todos los
participantes en la carrera de la vida puedan partir desde la misma línea de
salida y la disputen con honestidad, bajo la supervisión de controles que
eviten trampas o detecten engaños en su asignación. Que la muerte no tenga remordimientos en su arbitrariedad, ni reparos
en saber a quién se lleva: el hombre siempre ha de estar descalzo, dispuesto, con
sus deberes y legados hechos.
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