Frente a mí tengo un globo
terráqueo. Líneas perpendiculares y paralelas lo trocean. Una de ellas, el
ecuador, lo divide en dos mitades bien diferenciadas. Lo giro un par de veces y
nunca consigo que el azar lo sitúe en la misma posición. Me imagino la infinita variedad de formas y realidades de vida, climas
y costumbres, políticas y religiones que en cada punto pueden existir. Me
resisto a creer que el hombre no quiera saber que, procediendo del mismo
origen, nuestras diferencias procedan de ese lugar donde crecimos. Ni peores ni
mejores: diferentes. Comienzo a simplificar y asigno el apelativo “de derechas”
a los habitantes de la parte norte de la esfera y, al contrario, “de
izquierdas” a los de la parte sur desde
el paralelo 0º. Entiendo, que los polos son los menos habitados y más extremos
de ambos hemisferios. Las tendencias hacia el centro los más numerosos y moderados
y, además, un sinfín de otros factores no citados nos hacen desiguales, en
especial, las imaginarias líneas propias del cerebro que nos separan.
Un simple punto de un espacio
minúsculo, insignificante, marca nuestras pluralidades; ni qué decir en un
universo inconmensurable, indiscutible, imposible de conocer, donde habrá seres
vivos con parecidos o irreconocibles modos a los nuestros. Todo esto, para confirmar que las ideas e iniciativas de cada uno de
nosotros merecen el máximo respeto si con respeto se exteriorizan. Otra
cuestión es seguirlas o practicarlas y, por supuesto, descartando aquéllas
que abogan por la intolerancia, el crimen o el delito. No conozco a nadie que,
en su sano juicio, clame por la guerra, desdeñe la libertad y renuncie a vivir
en paz o a gozar de una salud envidiable. Por
tanto, estimo que hemos de apostar por el respeto hacia el otro, que tiene un
mismo origen, aunque piense y actúe diferente.
Últimamente, las sentencias de
los tribunales de justicia en España no andan a gusto del respetable. Parecen
dar alas a las personas de “guante blanco” para que continúen corriendo riesgos
y delinquiendo, ya que su golfería les sale barata. Animan a un Gobierno que
incumple lo que suscribe. A una Iglesia que mantiene pedófilos en sus filas. A
unos políticos, independentistas, empresarios y clase dominante, que se saltan
igualmente la ley y no pasa nada. Entonces,
¿de quién podemos fiarnos las personas de a pié? De nadie, no hay duda. A
la gente de la calle nos atribuyen méritos que no tenemos y nos adulan para
equivocarnos. Nos engañan y no nos respetan. Nos dividen haciéndonos creer que
sólo la anarquía, la barbarie y el descontento, cuando se desatan, pueden con
ellos. Pero no. El desconsuelo es la única arma de la que nos valemos.
Antes, pues, de lanzarnos a la tremenda
aventura del descontrol, convendría darles un susto a nuestra clase dirigente quedándonos
en casa. Sin ir a votar, ni asistir a sus actos, sin rezar en las Iglesias,
ni ver la televisión, sin comprar la prensa ni intervenir en las redes sociales,
al menos, durante una o dos semanas. Irán los cuatro de cada partido, los profesionales
que se ganan la vida o los mendicantes que rezan para ganarse la sopa boba.
Haremos que durante ese tiempo nuestro mundo se pare: nos desintoxicaremos y
haremos sentir a algunos que sin ellos también se puede vivir.
Una manifestación de fuerza pacifica que
puede domeñarse y mostrarnos que la ley de oferta y demanda es manipulable.
El mensaje será clamar por la separación de poderes, la justicia, por el respeto que nos
merecemos, para que bajen al suelo los altivos jerarcas que viven alejados del
pueblo (políticos, jueces, empresarios,
funcionarios…) pese a que gracias a él viven. Puede, que al principio
sean unos días acordados de antemano. Un ensayo para una práctica que puede
fomentarse, sencillamente, con más virulencia pacífica que una huelga general. Un periodo de silencios para cargar pilas,
recuperar sinergias pérdidas y aclarar que el poder ésta en el pueblo.
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