Acaeció en un viaje organizado
que realizamos a Egipto. En una de esas excursiones y visitas dirigidas, a las
que íbamos todos en tropel, en una ciudad cuyo nombre no recordamos, pretendiendo
experimentar cierta sensación de libertad, nos escaqueamos del grupo y tomamos
otro camino. A medida que avanzábamos por aquellas calles angostas y sin
pavimentar, un cierto tufillo de riesgo nos alertó que algo raro sucedía. La gente
nos miraba y parecían no dar crédito a lo que veían: “una pareja de guiris
atrevidos, imprudentes…”, posiblemente sería lo que dirían. Decidimos preguntar
e informarnos y, unos jóvenes bien vestidos, nos contestaron en perfecto
inglés: “No sigan. Se están metiendo en una zona muy peligrosa”. Hicimos caso
e, inmediatamente, nos dimos la vuelta a encontrarnos con el grupo.
Semejante hecho nos ocurrió en
Barcelona. La fecha la tengo olvidada, si bien, hacía tiempo que la dictadura
ya no existía. Con anterioridad la conocimos de pasada y la idea que teníamos
de la misma era vaga y no significativa. Así que, deseando conocerla mejor,
decidimos volver e ir solos para perdernos por las calles del casco viejo, visitar sus
principales edificios, museos y obras de arte, disfrutar de la animación de sus
gentes, del continuo bullicio de sus ramblas y
gozar, en definitiva, con el placer de sentirnos en una España, ya no
sólo con un acento distinto (que en cada rincón de la península se distingue)
sino con un idioma diferente. Y a fe que lo pasamos de maravilla y siempre, en
nuestra mente, está el repetir la misma experiencia. Pero allí, en Barcelona,
igual que en una ciudad de Egipto, nos paso algo
raro y parecido.
- Vamos bien, señor agente, por esta calle, en la
dirección correcta para llegar al Museo Picasso. –Preguntamos a un policía de
entonces.
- Si, si. Van ustedes bien. Pero háganme caso. Den
la vuelta, y aunque sea algo más el recorrido, tomen aquella otra y llegarán
igualmente. –Nos contestó el guardia.
No quisimos ni necesitamos
preguntar el porqué. Ese algo raro ya
nos lo sabíamos. Su traducción correcta siempre responde a lo mismo: deténgase, peligro.
Las causas, los motivos, las
circunstancias, en cualquier caso, no importan: deténgase, peligro. La obligación de una persona sensata es
retroceder, no dar un paso más, no pasar por esa calle, salvo que te guste la
aventura, el peligro o ser un héroe o, puede, que la noticia de haber sufrido
un ataque violento interese que salga en las noticias. Es, pues, la prudencia
la que aconseja actuar así. Luego se puede analizar por qué sucede, cuál es la
razón, la conveniencia de actuar, de acabar con tal o cual situación.
Nadie ignora el hambre que hay en
el mundo. Los principales problemas que nos afectan, sin embargo, no todos
estamos interesados en padecerlos. Entre otras cosas porque ni Jesús, que murió
en la cruz, nos convirtió a todos en sus seguidores, al contrario, son muchos
los que le repudian o de Él se aprovechan. Todo ello podemos investigarlo, discutirlo.
Pero naturalmente, existe una excepción ¡cómo no! la de Albert Rivera, un
catalán de pro, y sus seguidores.
¿Y por qué, llevando calzado a
estrenarse, se meten en los charcos? ¿Y por qué, si se predecía tormenta y
cuando salieron ya llovía, se dejaron los paraguas en casa? Algo raro, ¿no?
Hoy nos duele no ir a Cataluña igual
que dejamos de ir a Euskadi, tierras maravillosas ambas, donde siempre fuimos acogidos
generosamente. Nos entristece, nos da miedo, enfrentarnos a situaciones
desagradables por unos fanáticos nacionalistas que no lo serían si fueran humildes o pobres.
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