“A palabras necias oídos sordos”.
¿Quién no ha oído difamaciones, embustes e, incluso, verdades que a nada conducen? ¿Quién, por el solo hecho de satisfacer su ego, sin pretenderlo, irrita y molesta a los demás? ¿Quién no ha dicho alguna gracia y, de inmediato, se arrepiente de haberla pronunciado?
Por lo general, se cargan las tintas en favor o en contra de los grandes o famosos lideres de la historia que, por muy diversas razones, destacaron o fueron importantes: bien por sus bárbaros actos o atroces crímenes, bien por sus bondades o comportamiento tolerantes con sus iguales. Sin embargo, apenas si nos fijamos en sus segundos o terceros, los que instigan y promueven en los medios y en las formas empleadas, ni en los que dañan o benefician a los seres vivos y sus recursos, imprescindibles para la vida.
La política, principalmente, ha de ser el arte que se ocupe de tales asuntos.
Ser como somos debe o no importarnos; no obstante, si convendría cuestionar cuantas cosas damos por sabidas. Escribiendo o en voz alta, esforcémonos preguntando y contestando sobre nosotros mismos: ¿De qué manera aprehendimos nuestra identidad, ideología y forma de pensar? ¿En la calle? ¿En la escuela? ¿En la infancia con la familia? ¿Por imitación, hábito, costumbre, tradición? ¿Qué sistema político imperaba entonces? ¿Qué religión practicábamos? ¿De qué nivel de renta gozábamos? ¿Cómo eran los amigos con los que porfiábamos, sufríamos o disfrutábamos? ¿En la ciudad? ¿En el mundo rural? ¿Cuál era y es la fuente de información recurrente? ¿Qué periódico, canal de televisión, lecturas, redes sociales? ¿Nos consideramos receptivos, creyentes, confiados, tolerantes..? Muchos más interrogantes y respuestas nos harían comprender lo que buscamos hasta descifrar la pista, los orígenes de nuestras maneras de significarnos y pensar. Nadie mejor que nosotros para reafirmarnos o invalidar los criterios que se imponen en nosotros. De hacerlo sin engañarnos, sinceramente, alguna sorpresa nos llevaríamos con seguridad. La premisa pasa por no dar nada por sabido y cuestionarlo todo, aunque haya cosas que las consideremos de cajón, incluso las creencias de fe que en España nos vienen impuestas desde siempre. Dudar es docto y prudente; no hacerlo, es necedad e insensatez. Dudar es emocionante e, indagar en ella, mucho más.
“Ojos que no ven, corazón que no siente”.
Es más cómodo, si; pero menos interesante y más aburrido. Resignarse es una forma simple de ir muriendo y, a ciertas edades, tal conformidad, parece sabiduría o no conduce a ninguna parte; sin embargo, muchas veces, aún aceptando por principio las cosas como vengan, hay que rebelarse, asir energía con rabia y no tolerar las intolerancias ni las injusticias.
Los humanos, nacidos todos iguales, de forma aleatoria y en un medio propicio, formamos parte de los demás seres vivos (vegetales y animales) con características únicas, propias y, como todos, muy diferentes (ni mejor ni peor) que hemos de aceptar.
Aprendamos contrastando las mismas materias, divulgadas por hombres de distintas tendencias. Olvidemos el respeto humano y la opinión ajena. Aniquilemos el miedo a contaminarnos. Domeñemos los complejos adquiridos, las prohibiciones o censuras dictadas y no demos por validas las teorías estudiadas, sean económicas, políticas, religiosas o de otro tipo, por mucho que las consideremos legitimas y respetables. Establezcamos nuestro criterio mediante la duda y la reflexión; sin afirmar ni asegurar hasta no estar convencidos. Recelemos y desconfiemos de cuanto escuchamos hasta estar seguros de nuestra postura; tiempo habrá para consolidar y defender nuestras ideas.
Desentrañemos los misterios que portamos en las profundidades de nuestras almas.