Tengo la sensación, que nadie tiene conciencia plena que, hagamos lo que hagamos, vamos a morir tarde o temprano;
igualmente, nadie siente que está
sometido a un régimen dictatorial capitalista que, hagamos lo que hagamos, nos doblega, tarde o temprano, al antojo de su enorme poder.
Un sistema capitalista
fundamentado en subsistir y expansionarse. Un sistema que huele a ánimo de
lucro y nada más; que manosea la mierda para transformarla en dinero; que ve la
forma de arruinar a los demás en su propio beneficio; que siente en lo más
profundo de su corazón el desgarro de la avaricia y la ensalza ejemplarizándola;
que saborea sin alharacas su triunfo y calla ante su desgracia, tratando en
cada caso de pasar desapercibido. Se alía, se distancia cuando le conviene, manteniendo
latente siempre su único objetivo: ganar
dinero cueste lo que cueste o amasar riqueza a costa de lo que sea. Lo
positivo del sistema es que deja al hombre desnudo para que pueda valerse por
sí mismo, lo que le proporciona parcelas de libertad por las que se siente
satisfecho. Un espejismo o una ilusión vana, porque no hay mayor desgracia que
la de querer y no poder; sobretodo, cuando los medios materiales no alcanzan
para sobrevivir, mientras el sistema premia y muestra los alardes o éxitos de sus
triunfadores, por ejemplo a la inteligentísima hija de Botín, a los hijos de
Puyol o al Príncipe Felipe.
¿Por qué, entonces, criminalizar
a las entidades financieras? Estas no hacen
si no, justo, lo que deben de hacer. Al ser el ideal
capitalista, siendo el paradigma a seguir del resto de empresas, no pueden
ocultar lo evidente: el salvaje hedor que brota cuando se destapa alguna de sus
cámaras donde entierran a los muertos.
Ya hace tiempo, sin embargo, que
otras colectividades, viendo las inmensas ganancias que conseguían los gurús
del capital, se arrogaron la representatividad
adueñándose de entidades de beneficencia y las convirtieron en sus imitadoras,
con tintes socialistas. Y de tales polvos surgieron raros embriones, consiguiendo latrocinios
para que la Cueva de Alí Babá continuara siendo lo que es, un cuento para niños.
¿Qué se puede esperar de un cuento?
Ni más ni menos que una fantasía, una trampa, una alucinación que, una y otra vez, se repite, aunque se sepa el
final o las versiones se acomoden a las circunstancias.
Si estamos convencidos de adonde
nos lleva el cuento del capitalismo ¡coño! detengámosle. Limitemos la avidez de
quienes nos lo cuentan. Que los recursos, bienes y derechos de las entidades,
no puedan ser utilizados por personas de carne y hueso, salvo para la
explotación o la finalidad para las que fueron creadas. Que represente la
condena de por vida a las personas físicas que los utilicen en su beneficio. Y,
por supuesto, que los éxitos correspondan a
genes y esfuerzos, no a los atracos a mano armada que dieron papá y
mamá.
¡Cuántas cosas nos quedan por asimilar!
Un Sistema social, económico y
político no se improvisa, se consigue, como la mayoría de las cosas, a través
del tiempo, por la insistencia de la costumbre que la forma de vivir establece.
También con los cánticos pegadizos que regalan o con los productos gratis que expanden
hasta conseguir hacerlos necesarios como hacen con la droga, la tecnología más
avanzada o la propaganda más sugestiva. Y Europa, la vieja Europa, pronto
descubrirá que la panacea de la economía no es el consumo y buscará, en pro del
hombre, detener la falsa productividad.
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