El joven abrió el grifo del agua caliente y mojó los pelos de la brocha que
le permitieran enjabonarse la cara para proceder a su afeitado. Pasó un tiempo
y el vaho empañaba la luna en la que apenas si veía su rostro prácticamente
rasurado, cuando su padre, un viejo labrador que había hecho fortuna merced a su
trabajo duro y honrado, de sol a sol, le preguntó socarronamente, de sopetón:
- - ¿Qué carrera es la que estudiaste en la
Universidad?
- - Acabé económicas, papá. – Le contestó orgulloso el
muchacho.
- - Pues, que mal te enseñaron o que poco aprendiste. –Afirmó el padre que, ante el incrédulo gesto de
su hijo, prosiguió:- ¿Acaso crees que
economía es tener el grifo abierto todo el rato?
El medio ambiente y las generaciones
que nos sucedan, sin duda, necesitarán de esa agua que alegremente se dilapida.
El planeta no tiene sus bienes homogéneamente repartidos al alcance de todos
por igual. Los hombres tampoco gozamos de los mismos derechos naturales, sin
embargo, un pequeño esfuerzo de cada uno de nosotros, apenas insignificante,
pueden dar resultados extraordinarios, así como la educación que cada uno
recibimos.
La vida y la libertad son los dones más excelsos de que disponemos y a
medida que vamos creciendo como seres superiores, la desigualdad se impone para
mermar la plenitud de ambos. Y es que la colectividad nos ha llevado a
considerar que tales dones no son valores inalienables cuando la Naturaleza nos
los brindó, desde siempre, para que todos nos regocijáramos con ellos. No
obstante, hemos de saber dos cosas: Una.
La vida y la libertad del hombre no son plenas y sufren en su calidad cuando la
sociedad (a través de la propiedad privada, los mercados libres y cada vez más
complejidad) nos encadena a luchar salvajemente por una mayor diferencia entre
nosotros, compitiendo más duramente que en el principio de los tiempos,
alejándonos de nuestra condición humana, cada vez más. Dos. Aún considerando que tal socialización es imparable, no tiene
porque ser una entelequia poderla dulcificar cooperando entre sí e ir deteniendo,
poco a poco, la sin razón que nos lleva a distanciarnos. Todos somos herederos
por igual de la vida y la libertad y no debemos permitir que lo aleatorio de
las circunstancias emborrone los destinos de la humanidad, heredando tal
desigualdad por los siglos de los siglos, como si la sociedad fuera exclusiva
de alguien en particular y no de la generalidad de individuos que a cada
instante traemos al mundo.
Los bienes y derechos privados que el
hombre consiga con su tesón y buenas artes, elemental es que los disfrute y
posea a su capricho mientras viva; pero una vez muera, no tienen por que
continuar en manos de quienes no han colaborado en su obtención. La propiedad privada pues, egregia, majestuosa y
perteneciente a la vida, sólo y exclusivamente ha de ser para quien la
consiguió; de ninguna manera para que se aprovechen de ella sus descendientes
legítimos o no; a lo sumo, en la parte imprescindible para que puedan valerse. ¿Quién
y cómo se estableció tal legitimidad? La parte de la vida en que vivimos es
corta y la muerte es un límite que no se puede sobrepasar. Es más, nadie es
dueño de sí mismo.
Y a la actividad económica, vital para el desarrollo del individuo y la
colectividad, ha de ser tan sencilla de entender como la conversación del padre
y del hijo arriba transcrita. Que nadie la haga más compleja apropiándose de lo
que no le pertenece o equivocándonos con mercados libres de productos
necesarios para la existencia ¡Qué con las cosa de comer no se juega!
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