Salvo en las comunidades primitivas,
siempre han existido las clases sociales. Modernamente, a partir del sistema liberal capitalista basado en una
despiadada e insaciable competencia que las ha distanciado hasta extremos
inauditos, sólo guerras, revoluciones, golpes de estado, han venido a instaurar
cierto equilibrio. Muchas son las teorías que se han barajado en el transcurso
del tiempo para que dicho equilibrio se mantenga lo más estable posible, sin
conseguirlo. Una de ellas, la bolchevique, fracasó porque, como casi siempre,
la corrupción se impone en el poder dominante. Y es que en las alturas no sólo
se compite sino que, además, la codicia es la que prima.
Antaño, resultaba evidente que los hombres éramos distintos por nuestro
linaje, fortuna y profesión, con o sin acceso a la cultura, que se traducía en
una conducta diferente al reconocernos vinculados en nuestras relaciones
íntimas: casándonos y convivir. Sólo un mayor saber rasea el acerbo de la
identidad adquirida, aminorando las distintas clases que, de continuo y
aparentemente, se transforman: los machos mandando y las hembras obedeciendo, ídem
el clero y los fieles, la monarquía y sus súbditos, los políticos y los
ciudadanos, los amos y los criados, los generales y los soldados, los burgueses
y los campesinos, los patronos y los obreros, los empresarios y los
trabajadores; sin evitar los privilegios ni siquiera con la propia revolución liberar ya que se desvincula de toda regulación
ética y social en aras a un enfrentamiento ilimitado y continuo, de tal
forma que es muy fácil pasar de una burguesía a una dictadura, sin hallar un
término medio descartado por Engels y Marx tratando de conseguir la dictadura del proletariado mediante la lucha de clases que, a la inversa,
contribuye a una contrarréplica. Ambos
polos opuestos a nada conducen, siempre existirá un balanceo permanente y
peligroso, por lo que es imprescindible hallar el justo equilibrio.
No hace tanto que el partido liberar y el conservador se alternaban en el
poder y ante las intransigencias de la nobleza, el clero o los militares,
emergieron fuerzas inconformistas con saña para cambiar los estragos que
cometían, haciendo otra clase de política. Pero
el hombre, por lo general, llevado por su codicia, no sigue en paralelo el
ideario por él mismo aceptado, queriendo dominar a quien piensa o actúa de
manera diferente. Los resultados
lamentables son conocidos, la historia nos los muestra, por tanto, la búsqueda
por hacer las cosas de manera diferente, con acuerdos y sin que haya vencedores
ni vencidos, se hace de todo punto necesario.
En España, concluida la dictadura, al igual que antes de ésta, en el XIX y
XX, dos partidos se han alternado en el Gobierno sin que los males endémicos se
hayan resuelto. Hay que elegir un tercero que instrumente acciones diferentes: todo no está inventado y apelar al miedo es
tener miedo y no es de buen consejero tenerlo o crearlo. Bien es cierto,
que quien quiera realizar la tarea de gobernar ha de dar muestras inequívocas
de su buena disposición, expresar un manifiesto claro de lo que se propone
llevar a efecto y el compromiso de que el engaño se paga, cuanto menos, con su
renuncia.
Existe a propósito un librito en el mercado (5 Fórmulas para el bienestar de España que se regala comprando la
novela Escape) que puede servir para alicatar la base de una vida social y
digna para todos. Aumentar, restar o modificar las ideas que en dicho compendio
se vierten, sería un fundamento lógico para que, sin desdeñar ningún planteamiento,
iniciáramos los comportamientos razonables en torno a los cuales debatir, de la
misma forma que para calentarnos nos reunimos alrededor de un fuego. Flexibles, modificables, tolerantes, son términos a tener en consideración para lograr un acuerdo. Por
supuesto, respetando la vida y la libertad de los seres vivos por encima de las
demás cosas. Una vez alcanzado, será determinante nombrar una persona que canalice,
expanda y venda el Proyecto. Sin tal líder que, convencido, nos dé ejemplo con sus actos de
lo que proclama, no será posible llevarlo a buen término. Que nadie pretenda
que sea Jesús de Nazaret, pero que, al menos, le imite.
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