Dicen que la cabra cambia de pelo, pero que no cambia de leche.
Los genes que heredamos, salvo
gravísimos acontecimientos, al parecer, no se modifican; se expresan, o no,
dependiendo de circunstancias y actitudes después del nacimiento. Pienso, por
tanto, que carece de mérito tener, o no, determinadas características si éstas predominan en nuestro genoma. Un genoma que
se irá representando en el transcurso de nuestra existencia hasta que muramos.
Antes, lo transmitiremos a nuestros hijos como hicieron con nosotros.
El miedo, sin duda, es una tipología ancestral que venimos arrastrando
sin que se vislumbre su final. Al amparo de él se han cobijado intolerantes
confesiones, desaprensivos tiranos, innumerables negocios, interesadas
conductas... Por miedo a lo desconocido, al hambre, al dolor, el hombre clamó a
los dioses e inventó el cielo, comenzó a guardar y concibió la avaricia, traicionó
y delinquió como ahora se viene haciendo. Del
miedo se sirven religiones, organizaciones, gente astuta que quiere dominar incapaces de aunarse para el bien general. Se aprovechan
valiéndose de la falta de él, de un mayor conocimiento o de un calculado
engaño. Bien podían unirse para que hubiera un sólo Dios, unas medidas
concretas, un fin común. Pero no. Continuamos asistiendo cada día a la práctica
del miedo que propicia la inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza y la
absoluta insolidaridad. Tenemos miedo
por todo. Vivimos asustados. Nos olvidamos de lo indefensos que nacimos. Nada
se consigue con religiones que no pueden probar nada de lo que prometen. Con
leyes que se promulgan y son incumplidas por los mismos legisladores. Se
necesita de una educación basada en el libre pensamiento; una enseñanza que
propicie la razón, el debate, la tolerancia, el respeto; una cultura que
cuestione los prejuicios, las tradiciones, las creencias; una motivación que se
fundamente en los valores y en el esfuerzo; una batalla constante contra el
miedo…
El miedo es el peor de nuestros enemigos que llevamos dentro. Es el
mayor causante de nuestros malos entendidos, de nuestras fobias y manías, de
nuestros traumas y enfermedades. Hay que desasirse de él y de los padres (el pánico y la irreflexión)
que lo engendraron y cogerse de la mano de alguno de sus hijos, la prudencia,
el raciocinio o la serenidad.
Dicen que a las personas nos
mueven los sentimientos del placer y del dolor; otros opinan que la pereza, la
cobardía, la codicia…; sin embargo, lo
que está claro es que acabaremos muriendo. Y mientras el dios dinero sea el
motor que estimula a los hombres, el sistema del mundo no podrá detenerse. Hagamos
que el vil metal desaparezca hasta convertirlo, únicamente, en un elemento de
cambio. Regúlense salarios, rentas y herencias para que la igualdad de oportunidades se vaya acercando y el miedo
decreciendo. La gran opulencia y la gran miseria continúan avanzando,
distanciándose y distanciándonos. Para remediarlo, habrá que distinguir, muy
claramente, los objetivos de las personas físicas y de las jurídicas, y no
mezclarlos. ¡Son tan diferentes! Los
primeros desean felicidad. Los segundos beneficios. Habrá que convencerse que la virgen no come ni duerme, ni tampoco lo
hacen los entes u organizaciones; ambas carecen de estomago y corazón con que deglutir
alimentos y comprometerse. Eso le es impropio y sólo al hombre le atañe. Libérense a las empresas de cargas que no
le corresponden, que se desboquen en obtener sus objetivos, pero que sus
destinos, estén absolutamente separados de los hombres que las rigen y las forman.
¡Éstos, quieren ser felices! ¡Despertemos la conciencia del miedo que nos
intimida y atenaza!
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