Nada es inmutable. Todo permanece en continuo movimiento. De
ninguna manera, por consiguiente, lo puede ser la Constitución española. No
aceptar actualizarla en los tiempos que corren, es casi como admitir que somos
inmortales. Y ni lo somos y nada lo es. Es más, la adaptación es sinónimo de
vida y supervivencia, de evolución y desarrollo para conseguir que sea duradera
y legítima. Nada hay más resistente y
moldeable que un cabello que se peina cada día; sin embargo, no se destruye con
un soplo como el polvo añejo que no se toca. Un junco resistirá mucho más
que una caña seca. No obstante, nostálgicos de la transición (después de casi
cinco décadas de inmovilismo) aún vienen a decirnos que es mejor no pensar en
cambios: “No sé preocupen, pensamos por
usted. Olvídense de slogans ilusionantes sobre democracia, libertad, igualdad, etcétera, que nosotros se
los proporcionaremos sin necesidad de cambiar nada”. Pero eso no es
posible. La democracia, según el diccionario, es el sistema de Gobierno en el
que el pueblo ejerce la soberanía mediante la elección de sus dirigentes. La
libertad es la voluntad propia de elección y la igualdad, aquella conformidad
por la que las personas tienen las mismas oportunidades, sin discriminación
ninguna. Algo, por tanto, habrá de
cambiarse: Y, ¿por qué no la Constitución?
No hay padres, salvo excepciones,
que deseen mal a sus hijos; todos procuran el bien para ellos aunque pocos sepan
cómo hacerlo. Por norma, asimilan el dinero al poder o a la felicidad ¡Qué error! La Monarquía, ese sistema
político arcaico y trasnochado, tratando de mantenerse como si fuera una raza diferente o una clase superior al resto,
sacrifica a cualquiera de sus miembros (en especial a los hijos) que le
corresponda la responsabilidad de aceptar la jefatura del Estado (¡por la
gracia de Dios!). Todo ello sin el beneplácito del heredero y contraviniendo
los tres atributos anteriormente mencionados (democracia, libertad e igualdad)
que la gente considera esenciales. Así que, el varón primogénito, en España,
preparado desde su nacimiento, pasó a
reinar (suena a cuentos de hadas)
con el nombre de Felipe VI. A juzgar por los comentarios más sonados con el
sobrenombre de “El Preparado”.
Es claro que las cosas han de hacerse de abajo para arriba (y no al
contrario como sucede) a fin de que la
soberanía de un país sea cada vez más
estable, más real y la ciudadanía participe más en las cuestiones que le
afectan sobremanera. Por ejemplo: Una hija del rey de España será su
sucesora, aún sin tener edad de saber si quiere o no heredar, si podrá estar o
no bien dispuesta, sin haberse modificado la Constitución que habrá de
cambiarse. Y, si para este caso es necesaria su modificación, ¿por qué no para
otros? ¿Por qué mantener el Senado o que los habitantes de una autonomía
decidan su futuro sin contar con el resto? Hay que innovar la más alta Ley y emplear la democracia, la
libertad, la igualdad (de las que muchos se llenan la boca) y
acallar malos entendidos.
En La Constitución cabe lo que se quiera que quepa. Imperativamente
no hay que descartar ningún modelo; al revés, otras posibilidades, alternativas y
lógicas decisiones se pueden ver contempladas en ella. ¿Por qué no incluir dos formas de Gobierno: monarquía parlamentaria y
república que, cuando corresponda y en determinadas circunstancias, se elija lo
que convenga? ¿Por qué no otros modelos territoriales como puede ser el
federalismo u otros que, en su caso, ofrezcan otras alternancias? ¿Por qué no
formular el perfeccionamiento activo de la Constitución, continuadamente,
sin romperla, como un instrumento activo, flexible, justo y solidario? La
democracia, la libertad e igualdad son tres pilares a los que no se puede
renunciar. Del pueblo depende y el pueblo somos todos.
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