A nadie extrañe que iluminados, caudillos, revolucionarios…,
aduciendo ideas de cualquier orden o calado, enfrenten a sus fieles seguidores
defendiendo las mismas contra otros que no las comparten o, sencillamente, se
muestren indiferentes. Ni que decir si, además, abiertamente, las contradicen:
combaten, insultan, se arremeten entre sí, sin
tan siquiera, la mayoría de las veces, haber contrastado las mismas, sin haber
debatido sus conveniencias e inconveniencias. El mundo de las ideas se
puede ampliar a otros ámbitos de carácter grosero, material y concerniente a
intereses, derechos o posesiones de cualquier índole y condición.
Los hombres pretendiendo caminar
deprisa, en virtud de la actitud curiosa que les caracteriza, se arrastran
en pos de lo desconocido a aventuras sin sentido, a panaceas que no son tales,
a quebrantar lo prohibido. En realidad avanzan, retroceden o se estancan en
la comodidad que les proporciona sus tradiciones o costumbres y que, en algún
momento, debieron implantarse. En definitiva, forman parte de su creador, la
propia Naturaleza que, sin explicación alguna, tiene para sí un tiempo eterno
del que el hombre carece, una evolución de pasos adelante, de pasos hacia atrás,
de errores y aciertos que la perseguirá, como a ellos, mientras exista.
Cuestiones antagónicas, tal vez
necesarias, que la gente incapaz de debatirlas por desidia, desconocimiento,
falta de criterio…, se ve abocada a consentir dejándose llevar por quienes, desde
una posición de dominio proporcionado por su poder, cinismo, rebeldía…, se empeñan
en instaurar anulando la contraria, sin
medir consecuencias, ignorando si el pueblo ganará o perderá, si es o no reversible
o legítimo, si hay o no gato encerrado con intereses ocultos.
La consideración de discutir implica reconocimiento o admitir la
existencia de otra manera de actuar o de pensar, pero nunca la de aceptar sin
más y, menos aún, la de acatar. Por tanto, entendiendo que la diversidad,
en sí misma, es un planteamiento, la gente debe exigir a sus gobernantes, antes
de enfrentarse entre ellos, que hablen y
hablen hasta la saciedad, hasta conseguir un arreglo satisfactorio. Ninguna cosa está, ni estuvo, “atada y bien atada”.
¿Cómo hacerlo? Las partes han de
someterse al debate. A un debate pausado, comprensible y sin engaños que lo
hagan viable. Cosas concretas, palpables y no recreadas en el elixir de la
magia, la fantasía, el misterio o que augures vaticinen: entes éstos, para la
íntima soledad de las conciencias. Personas aisladas se reunirán el tiempo que
haga falta, en un lugar fijado, sin que les falten alimentos para el cuerpo y
el alma, austera y dignamente, sin proclamas, sin medios, ni publicidad que les
entretengan. No saldrán del mismo hasta que no haya “fumata blanca”, hasta que no alcancen un acuerdo que el pueblo entienda
y pueda o no ratificarlo.
El bienestar de la gente, que es el objetivo principal de los pueblos,
se puede lograr por caminos diferentes, pero nunca por imposición y, todavía
menos, por rebelión, guerra o enfrentamiento. Es preferible ceder a sufrir o a
morir por no hacerlo.
Orgullo, amor propio y ego los
menos, y sobre todo, cuando en juego están cosas importantes, no baladíes,
precisamente. ¿Qué no darían los padres para que sus hijos no se pelearan por
discrepancias, herencias o derechos que, a la hora de la verdad, la muerte los
borra o se los lleva? ¿Qué darían los hijos para que sus padres no se
enzarzaran malmetidos con ideas no sopesadas o por creencias impuestas? ¡Qué otras luchas incruentas, razonadas,
sin prisas, lo decidan! Apenas existe cuestión alguna que sea de vida o
muerte. Nada es tan vital como se pinta. Nada inmutable como apuntaba la semana
pasada. Nada más fuerte que la vida.
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