Esta guerra, la guerra en la que
estamos inmersos, no se ganará; y, menos aún, a tenor de lo que venimos oyendo
a las distintas formaciones políticas en campaña. Salvo los comunistas, ninguna
de las fuerzas que aspiran a ganar el poder, saben cómo luchar contra ella;
descartan medios contundentes y se andan por las nubes presagiando que acabaran
con ella cuando, al contrario, permiten que, día a día, aumenten los muertos.
Es una guerra callada, oscura, sin gritos ni alaridos. Sólo el hedor de los
cadáveres mudos que nos llega, hace presagiar que, en algún momento, pueda
alcanzarnos, pese a que nos consideremos exentos para ir al combate. Poco a
poco, caen y caen anónimamente para rebajar las cifras de combatientes abocados
a morir de inanición: con las tripas vacías y yertos de frío. Muchos son los
jóvenes que combaten en primera fila, otros huyen de enemigo tan despiadado,
tratando de encontrar un lugar donde ganarse el sustento; los mayores
acobardados se limitan a llorar por su suerte y la de los suyos. Bastantes son
los aprovechados que, como en toda guerra, se benefician impunemente de la
miseria que encuentran en sus enemigos. Por un plato de lentejas como moneda de
cambio, se sirven para ganar pingües beneficios sin ningún tipo de escrúpulos.
Es una guerra en la que todo se permite, ante la indiferencia general de
mandatarios, allegados y vecinos. Una guerra para la que, sin duda, existen
intereses que mantener a pesar del temor general que oímos y no damos crédito:
es posible que cualquier trabajador esté abocado a sufrirla.
No se han empleado los medios
para acabar con ella. No se ha llamado a filas a nadie, no se ha contado con
los arsenales de armas que están obsoletos, sin utilizar, para combatirla. No
se ha puesto toda la carne en el asador para erradicarla. No hay voluntad, ni
firme ni blanda, para hacerla desaparecer. España, sí, un país de hambre e
ignorancia desde siempre. Y hoy en el siglo XXI aún mantenemos la actitud de
que somos mejores que nadie. Mierda para quien eso piensa. Que su boca se les
llene de cieno y sus ojos se inunden de legañas para que dejen de ver sólo su
ombligo. Hay mucha gente que pasa hambre, que tiene frío, que anda detrás de
los cubos de basura, en definitiva, que no tiene trabajo para ganar algo con
qué remediarlo.
Hay fórmulas para luchar contra
ella. Harto estoy de dar a conocer una de ellas. No me cansaré de decir que dar
trabajo a los parados no supone coste alguno para las arcas del Estado, pero
los concienzudos maestros de economía no pueden verlo. ¡Mandatarios de ayuntamientos, distritos de las ciudades ocupen a esas
personas que quieren ganarse la vida y no estar en la guerra permanentemente! Ocúpese
a la gente y páguese un salario mínimo de subsistencia (s.m.s) y eviten que
haya logreros que se beneficien como si fueran sus esclavos. A cuenta de
nuestros impuestos si es preciso, sí, como tantos otros que se evaporan con
campañas, engaños y triquiñuelas.
¿Qué no haríamos si una guerra
clásica o el terrorismo se produjeran? No escatimaríamos e, incluso, nos
empeñaríamos hasta las cejas por superarlo. La guerra contra el hambre, el
frío, la injusticia se puede finalizar si se quiere. Hay armas, medios y soluciones para ello.
El Gobierno que salga de las
urnas tendrá que planteárselo: es una cuestión de emergencia. No se puede
continuar con una guerra real, aunque no declarada, como si no lo fuera. Ni una
baja más. Ni una limosna ni una caridad a nadie. Ocupación para todos y el
mercado laboral vivirá en paz. “La peste negra, entre los años 1348 y 1351 mató
a 75 millones de personas. En 1652 aniquiló a 20.000 de 44.000 habitantes en
Barcelona y entre 1649 y 1650 Sevilla perdió a 60.000 de sus 120.000
habitantes” ¿Cuántos llevamos en estas últimas legislaturas?
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