En nosotros mismos está todo: el cielo, el infierno, lo bueno, lo malo,
lo regular...
Me enseñaron de chiquillo que
para jugar al fútbol, además de practicarlo, habría que saber su reglamento.
Éste habla que una falta consiste en tocar el balón con la mano o tener
intención de hacerlo. Me preguntaba entonces cómo el árbitro podría saber si
querías tocar o no la pelota con la mano. Hoy, aun preguntándome lo mismo, la
respuesta me resulta más clara.
La intencionalidad (no olvidemos esa
palabra) es tanto o más importante, que el propio hecho o la acción cometida
que da lugar a la sanción; lo que pasa, es que se halla dentro de cada uno de
nosotros, si bien, existen signos externos que lo delata.
Nuestro fuero interno espera que
alguien descubra nuestro propósito, aunque lo neguemos, porque ello más que
servir a los demás nos servirá a nosotros mismos, a nuestra conciencia, que es
quien, en definitiva, la promueve y no, precisamente, para ocultarlo. Por eso,
estad seguros que la rama de un zahorí se os moverá, como a él mismo, donde
haya agua: nuestro convencimiento depende de la intención con que afrontemos el
asunto. Nos curaremos de una enfermedad
independientemente a las medicinas que tomemos, con el simple propósito de quererlo.
Cualquier deseo se cumplirá si estamos convencidos y tenemos intencionalidad de lograrlo. Nuestra creencia no es otra cosa que
nuestra propia intención. La intencionalidad que portemos, su intensidad y
el grado de convencimiento hará que movamos o no las montañas. Y eso, nadie más
que nosotros lo sabemos: bastará con creérnoslo.
No se hacen negocios porque los americanos nos digan cómo hacerlos o porque
empleemos excelentes técnicas de ventas, sino por la intencionalidad que llevemos
para emprenderlos que generan confianza. No habrá espíritus pululando a
nuestro alrededor si nuestra intención es que no los haya, pero hete aquí que,
muchas veces, las palabras que pronunciamos no se corresponde con la intención
que nuestra conciencia delata y sobreentiende: entonces, nos equivocamos o
sufrimos espejismos. Puede ser que nuestra intencionalidad pretenda conseguirlo
y, sin embargo, dudemos: es el inicio para rendirse y no luchar ya que un tercero nos desarma. Y lo hace, no por sus méritos sino porque,
nosotros mismos, nos engañamos al no poder ocultar nuestras verdaderas
intenciones. No quiero decir que seamos unos malvados o cedamos yendo de
buenos para que los demás averigüen lo que deseamos. Nuestra intención ha de
ser clara, decidida y sin ambages. Ni mostrarla ni ocultarla. La
intencionalidad siempre se saldrá con la suya; una cuestión propia que se logra
o se culmina por los principios adquiridos.
Pensar una cosa y hacer otra, se
da con harta frecuencia. Creemos, siendo aparentemente incrédulos. Necesitamos acallar nuestras dudas
con un gesto o confirmarnos lo que pretendemos. Son contrariedades de las que hemos de cuidarnos y tenerlo presente para no sufrir
más de la cuenta. Son intenciones que se aprenden de muy niños, cuando el
adulto le engaña no dándole lo que le ofrece, retirándole el caramelo de la
boca, asistiendo a misa cuando se despotrica de la iglesia, haciendo lo opuesto
a lo que se piensa. Un ejercicio infantil que queda grabado como parte de una
domesticación que muchos han dado en llamar identidad nacional.
Todo depende de la intención con que se afronte. Una premisa
equiparable a: “Ser
o no ser, esa es la cuestión” o, “Pienso, luego existo”.
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