Ciertamente aprendemos muy lentamente. Vivimos tan deprisa para llegar
a ninguna parte que me asombra sobremanera avanzar en alguna cosa: carecemos de
voluntad, no nos enmendamos con los errores, apenas si valoramos el esfuerzo y
la vida se nos va sin enterarnos. ¿Será una cuestión educacional?
“Lo más
fácil es no preocuparse”, nos decimos; pero nada distinto realizamos para que
la preocupación desista. Continuamos haciendo lo mismo como animales de
costumbres fijas, como si no pudiéramos cambiar la forma de actuar o la
resignación fuera la norma. Es cierto que nadie, nunca, puede contentar a
todos, pero por eso no se ha de abandonar intentarlo, aun considerando que es
una pérdida de tiempo o por mucho que escuchemos manifestaciones mezquinas en
contra, ya que, en definitiva, nunca, nadie, puede estar a salvo o libre de
ellas y, menos aún, teniendo en cuenta que el único valor verdadero es aquél
que cada cual se otorga mediante la fe en la que cree.
¡Qué poco cambian nuestros hábitos en este mundo!
No sé si tal afirmación es el
descubrimiento subjetivo de una realidad que pasa por una relación de
acontecimientos verificables o si se
trata de un proceso elaborado en el que se avanza hacia una verdad predeterminada,
pero lo cierto es que, pese a nuestra ávida curiosidad por saber y poseyendo un
legado histórico contrastable que nos queda, continuamos desnudos y frágiles ante la conducta humana que la provoca.
Hay quien considera terrorífica la esclavitud de ayer, mientras hoy nos
permitimos mantenerla oculta, variando su nombre o su proceso. Antes a una
querida se la hacía duquesa y hoy se le monta un piso y así podíamos ir
enumerando cuestiones de nuestro comportamiento que desearíamos anular, pero
que sólo los adelantos tecnológicos transforman o la lingüística llama trabajadores
del sexo a la prostitución o emprendedores a traficantes avezados. Y es que
variar o ser distinto a la manada, socialmente se reprime. Un ejemplo de ello lo
tenemos con la declaración de intenciones de un nuevo líder en la escena política.
Me refiero a Pablo Iglesias de Podemos,
un partido desprestigiado y perseguido, con maldad e inquina desmesuradas,
sin aportar pruebas que lo corroboren. Menos bonito, de él, hemos oído de todo:
terroristas, populares, bolivarianos, bolcheviques, golpistas, ladrones,
sinvergüenzas…. Un partido que surgió,
al parecer, de la acampada en la Puerta del Sol y a cuyos campistas los provocaron para que,
en lugar de manifestar su indignación de esa manera, lo hicieran constituyendo
un partido político y se sometieran, como ellos, a las urnas. Pues bien, lo crearon y de aquellos polvos estos lodos. Su
estilo es diferente. Y no únicamente en su forma de vestir, si no en todo lo
demás. Sus componentes mantienen un
espíritu de justicia que los inspira a no colaborar en la gran ignominia del
político de siempre, aquél que ha escarnecido al pueblo que dirige con sus
hipocresías, corrupciones y prebendas, aquél que, además, se permite masacrar
la iniciativa, la transparencia y lo que se distancie de su forma de actuar.
Son muchos los que clamamos fórmulas
concretas y radicales contra el paro y la corrupción, además de honorabilidad,
transparencia, rentabilidad (véase la novela Escape); sin embargo,
cuando éstas se anteponen a la enfermedad por llegar, hay quienes se rasgan las
vestiduras. Si Pablo Iglesias en lugar de expresarse abierta y públicamente
exigiendo gobernar, lo hubiera hecho en privado, ocultamente, sin decisión
clara por ejemplo, nada tan anormal
hubiera sido motivo de tan malévolos comentarios, sin que nadie se
escandalizara; lo cual me hace pensar
que todo es una cuestión educacional y no de política como pudiera pensarse.
¿Para
cuándo no depender de la domesticación recibida y quitarnos la venda de los
ojos?
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