Por muchas explicaciones que se busquen, por muchos inventos que se realicen,
por muchas razones que se den, nada, absolutamente nada, afecta al tiempo. Es
inmutable y se mantiene firme en su camino. El hombre pasa por él creyendo que
sucumbir en sus brazos no será posible, pero, para cuando se da cuenta de que
eso no es así, ya es demasiado tarde, ya se es viejo.
La vida nos va enseñando que la desigualdad es mentira, que no existe sino
en el deseo de sentirse superior, excluido o abogando por la diferencia entre
buenos (los míos) y malos (los otros). Poseer cosas o no, aunque no lo parezca, languidece cuando el tiempo nos obliga a recordar nostalgias obligadas o a olvidar, perdida la memoria, como la mudez
es precisa en la soledad de cada cual.
La vida no tiene sentido. No tiene sentido la muerte de un bebé de seis
meses. No tiene sentido sobrevivir a los hijos. No hay razón que justifique las
guerras, las enfermedades, los delirios de grandeza, las víctimas inocentes, las
muertes en la cruz… La vida sólo tendría sentido sin un Dios. Con Él nada de esto
sucedería.
¿Cómo seríamos si verdaderamente fuéramos imagen y semejanza suya? A los
que nos falta Dios desearíamos que existiese para que la Justicia auténtica reinara.
Que pudiera hacer frente a la Naturaleza. A esa Naturaleza paciente,
inflexible, vengativa. O, ¿acaso Justicia y Naturaleza serán la misma cosa, la
misma fuerza con nombres diferentes? Tal vez, esa Justicia, esa Naturaleza sean
el propio Dios que jamás conoceremos.
El mundo del que participamos nos ha hecho reacios a oír las voces de un crupier,
ante la ruleta del casino de la existencia: “no va más, señores”. Nos aferramos
a incumplir tal mandato, pero ante él sucumbiremos. “¿Y no va más?”, nos pregunta el pensamiento Sentimos, nos emocionamos, sí; pero nuestro inconsciente
domina sin razón a un temeroso intelecto que es menor de edad, que va surgiendo
como un recién nacido a los albores de una presencia de la que todo ignora.
Perdimos el paraíso de la quietud del tiempo en el vientre de nuestra madre y tomaremos el primer aliento y contactamos con el último devenir que el hombre
pueda alcanzar, mientras la vida comienza.
Fuimos programados en un orden muy amplio de posibilidades de las que nunca
jamás saldremos como cualquier ser vivo. Nos iremos perfeccionando por dentro y fuera de nuestro
organismo para que otros vengan a sustituirnos, aunque quede mucho tiempo para
que eso suceda. Incluso, tal vez, compartamos el mismo espacio recorriendo lo
que hoy consideramos utopía y que para
ellos, otros entes superiores, sea una realidad inalcanzable a nuestras
características. No somos los últimos de la creación, si esta es infinita.
Porque el sentido de la misma será llenar de vida los espacios del cosmos que
están exentos de ella.
Estamos necesitados de creernos todo. De cuestionarnos todo. De aplicar
sentido a nuestro futuro. De dar contenido al esfuerzo por mantenernos en
armonía; algo que resulta, a todas luces, imposible de alumbrar. Somos una
especie maravillosa, poseedora del cálculo que nos eleva en todas las
direcciones. No desperdiciemos más el tiempo incansable, que no vuelve, y
confiemos creyendo en nosotros mismos cuestionándonos, queriéndonos, redimiéndonos. Es el valor
del esfuerzo el coste que hemos de pagar continuamente para que la vida tenga
razón de ser vivida. “Alguien que sabe bien lo que hace y por qué lo hace,
trabaja mejor”. Abracemos el saber y rechacemos el miedo y el escape.
Nada que se regala se valora suficientemente. Antes que en la desidia acomodémonos en el sacrificio y, al menos, seamos honrados consigo mismos, sin engañarnos, sin herirnos ni perjudicarnos.
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