A nadie se le escapa que Roma se
desmoronó por causa de la desigualdad
vital, enorme brecha social entre sus habitantes: una clase dominante,
poderosa, minoritaria, privilegiada e insaciable, sin miramiento alguno, con
escaso coste y desde su distante atalaya, contemplaba a sus esclavos, a la
plebe y a los muertos de hambre que, por mucho que lo intentasen, no conseguían
desengancharse de la pobreza. En el culmen de nuestra historia los Reyes
Católicos trataron con sus políticas de igualar a sus súbditos en una sola
religión, en un solo territorio, pero se equivocaron olvidando que ni lo uno ni
lo otro, por relevante que sean, son lo principal; si lo fue el acusado expolio material que realizaron la nobleza y la
religión católica al pueblo llano y a otras creencias para sumir a la mayoría
de los habitantes de las Españas en los pobres analfabetos de siempre. La
Transición en España no hubiera sido igual de no haberse instalado la clase
media económica a finales de la vida de
Franco, pese a que este enano golpista y cruel dictador mantuviera al pueblo
doblegado a su voluntad en beneficio de unos pocos: su familia y sus muy
allegados. Y es que el temor al castigo, que su omnímoda dictadura infundía, aminoraba
las estafas de entonces (menos que la infinidad de entramados mafiosos
consentidos de ahora) e implementó
medidas y servicios sociales importantes, con salarios dignos que permitían
vivir a la gente, a pesar de su economía estatal, monopolista y dirigida, aunque
nunca, lógicamente, lograra congraciarse con la mayoría trabajadora.
Hoy la economía en general, competitiva
y privada, de estrategias y perspectivas, de consumo y escaparate, al albur de
mercados y empresas libres, se agolpa
en un sistema capitalista que nos lleva,
merced a la codicia y el ánimo de lucro que la inspira, a los extremos de abundancia
del logrero y a la escasez del necesitado, cuyas diferencias progresan hasta
que nos hagan desaparecer. Una economía
a la que poco importa el sudor, el color de la piel o la libertad de sus
actores; la delincuencia o la bondad con que se realizan sus operaciones;
el lugar desde donde las hagan o la forma con la que hayan obtenido sus
recursos. Una economía basada en el
juego y la apuesta, en la oportunidad y
el engaño. Un sistema, en
definitiva, que no tiene en cuenta al hombre, a la persona física de carne
y hueso capaz de sentir miedo y placer, y sí, a la persona jurídica, al ente
que ni siente ni padece como el propio Sistema.
Abogo por su innovación para que la economía capitalista actual cambie
formando dos ramas por las que hacer pasar la savia que la limpie, regenere y distinga
la desigualdad vital entre lo
comercial y lo especulativo, entre el interés público y el privado, entre la
persona física y la jurídica. Es decir, ni lo uno ni lo otro, tomado parte de
ambos componentes (nunca antagónico, siempre trasversal) en beneficio de la
mayoría y que a nadie perjudique u oprima.
Será el modelo social de nuestro mejor existir, que es realmente lo que
importa, donde el bienestar material nos permita aunar los sistemas educativos
y legales de convivencia, al margen de patrias, soberanías, nacionalismos,
identidades, independencias y políticas que nos enfrenten, dando por sabido que
el derecho a decidir no es colectivo, ni sobre parte alguna, sino individual y
sobre todo el mundo; que podamos gritar: La
Tierra me pertenece y reclamo el derecho a decidir sobre ella.
Un marco internacional al que hemos de aspirar atraídos por la democracia y el bien común.
En esa dirección camina mi
pensamiento e imaginación que transcribo en mis escritos (novelas y medios digitales).
Será necesario contrastar con cada uno de los habitantes del planeta para que su
mayoría dé repuesta a: ¿En la desigualdad vital se puede vivir? ¿Existirá entonces la vida?
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