El paso del tiempo en nuestras
vidas es una certeza que cada cual contará convencido de su verdad. El relato
de la historia por tanto, no es sino una parte de lo acontecido, interpretado por quien lo describe; sin embargo y pese a
ello, puede orientarnos y servir de referencia para emprender nuevas acciones.
Nacimos con la grafía de los genes paternos
y comenzamos de cero aprendiendo a comer, a caminar, a distinguir y a expresar
los genes heredados o no, conforme a infinidad de factores externos que
recibimos. Tales mecanismos determinarán nuestras circunstancias; no
obstante, cuando más cerca estamos de agotar nuestro tiempo (ese mudo vigilante que pasa desapercibido)
más reparamos en él, lamentando haberlo desdeñado. Es pues, desde el inicio de
la vida, cuando hay que modificar aquello que interese y no esperar, ya que el tiempo (ese inexorable guardián que no aguarda)
es el valor más preciado que poseemos. Disponer de él, con arreglo a nuestra
aspiración, es lo que importa.
Será necesario cambiar la estima al
dinero (ese bien que hoy en día todo lo
mueve) y darle el justo precio considerándolo el instrumento de cambio que
realmente es. En otra época lo fue la sal, el coco, el oro e, incluso, la
mujer. Para ello la sociedad, a través
de la Administración, ha de dotar al hombre de la mayor seguridad
posible que le permita establecer su futuro, procurándole, en todo tiempo, una subsistencia digna, que se pagará en
efectivo, en especie o con ambas a la vez, que cubra sus cinco exigencias primordiales:
comida y vestido, cobijo, salud, educación y cultura, justicia
y oportunidad. En la infancia y en la vejez mediante una renta básica y en la juventud y la adolescencia proporcionándoles ocupación. Una ocupación obligada (educación y trabajo) que los haga útiles, si el propio interesado no es capaz de conseguir.
Será vital que el joven aprenda y, estudiando o formándose
laboralmente, elija lo que le guste o para lo que se considere capacitado, sin
atender a las salidas que pueda tener. Más tarde, encaminará sus pasos a ganarse
la vida con algo con lo que se identifique y, además de sentirse satisfecho,
cobrará por ello y lo realizará perfectamente.
Siempre le quedará el recurso, si no acierta en su elección, de aceptar
la ocupación que le asigne la Administración: atender a niños, ancianos o
impedidos; cuidar de jardines, playas o montañas; arreglar monumentos, calles o
carreteras o cualquier otro trabajo tan digno y necesario como los demás; o la
de quedarse en paro sin remuneración.
El tiempo, como todo el mundo
sabe, por medio del empleo rutinario y el uso que realicemos en la práctica de
nuestras actividades crea, modela, transforma costumbres, tradiciones y hasta
la singularidad genética que hemos citado, cuanto
más ¿qué no hará con el modelo actual de precariedad en el trabajo que la Administración amoralmente
permite y trata de vendernos?
Es inadmisible que el trabajo (y por tanto la vida de muchas personas)
dependa del un Mercado laboral injusto, ruin, especulador y esclavo, que en
silencio, sin hacer ruido, va dejando cadáveres en las cunetas: víctimas sin voz que no cuentan, ni se alzan
contra quienes los mata poco a poco, privándolos de ocupación con la que
conseguir mantenerse con vida. Remediarlo depende del Gobierno que se
escuda en el dinero, cuyo costo, si tuviera en cuenta su rentabilidad y otras
medidas complementarias, sería negativo.
Emprender esta NUEVA ACCIÓN daría
lugar a beneficios incalculables en lo que realmente importa: el bienestar del hombre. Todo lo demás
son cuentos chinos con los que nos engañan. Será el tiempo (ese fiel justiciero inmutable) quien lo explica de forma sencilla: el derroche del gasto está en la avaricia del
que no mide; lo ponderado en el consumo eficiente y necesario.
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