No acierto a comprender que algo
como el sentimiento religioso o la incitación al odio, pueda ser motivo de
delito castigado con penas que son, incluso irreparables, como el de la cárcel.
El odio, según mi entender, es un
sentimiento por el cual, alguien que lo experimenta, arremete contra otra
persona o cosa mediante manifestaciones o expresiones verbales, escritas o
teatrales.
Solo quien lo experimenta (patológicamente
o no) lo siente y lo padece. No así la persona odiada (que la mayoría de las
veces lo ignora) y, menos aún, en su caso, la cosa (carente de sentimientos). Por
tanto, el sentimiento de odiar no hace daño a nadie que no sea al propio sujeto
que odia. Los odiados, al contrario que aquel, lo olvidarán fácilmente, se mostrarán
indiferentes sin que para ellos represente nada significativo y, sobre todo, no
podrán evitar lo que de ellos no depende.
Caso bien distinto sería el
empleo de la acción directa, tanto pacifica como violenta, en la que cabe
interponer una demanda, en sus justos términos.
Es la acción ejercida por el
sujeto que odia (o por quienes lo representen, en su caso) la que sí puede
entrar a formar parte de la clasificación de faltas y delitos y, por
consiguiente, ser penado el autor (o autores) en razón a los daños causados
(nunca por el sentimiento de odio que sufran o digan padecer).
Nadie puede
probar ante un tribunal lo que su alma experimenta, por lo que alegar un
sentimiento para acusar y denunciar, es tan burdo como jugar a la lotería
esperando que toque; si bien, es cierto que, a veces, los jueces lo admiten a
trámite.
Son las acciones las merecedoras,
en su caso, de castigo, no el hecho de sentir.
Manifestar el rencor, el odio, la
envidia e, incluso, el deseo de que fulano muera, no tiene por qué ser delito,
aunque para ello invoque a dioses o espíritus, rece o haga sortilegios, peregrine
a lugares fantásticos o ejercite la magia negra en el Caribe. Ya de niños nos
enseñaron a poner una pizca de sal sobre una torre hecha de guijarros, para que
a quien la destruyera se le traspasara el anzuelo del ojo que nos torturaba.
Instigar al odio no es ejercerlo.
Cabe, sí, todo tiempo de advertencias para quienes lo pongan en práctica como
el hecho de conducir a más velocidad de la indicada. Cualquier anuncio nos
sugestiona con sus beneficios a veces catastróficos, pero no por ello son
delictivos. Y es que, efectivamente, no hay efecto sin causa, ni causa sin
efecto; pero por citar tales afirmaciones no se puede castigar a nadie. ¡Faltaría
más! Estas necesitan de un medio para realizarse o para que lleguen a efecto.
Son pues los medios, los
recursos, las medidas que se tomen para obtener un determinado fin (una
venganza, un sacrificio, una extorsión,…) las que no tienen justificación
posible, vengan de donde vengan y se hagan por el objetivo que sea, toda vez
que nadie puede tomar la justicia de su mano.
Por último, reafirmar que los
sentimientos pertenecen al ámbito personal e íntimo de cada uno de nosotros, no
al conjunto de personas, sociedades o energúmenos que dicen sentir lo mismo que
los pájaros piando. Fácil resulta vocear entre una muchedumbre, pero no se ha
de consentir que, en su lugar, sean los sentimientos los que las sustituyan.
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