Defender lo que se piensa o lo
que uno cree, es meritorio. Sin embargo, agarrarse a ello como si fuera un
dogma, un artículo de fe o una verdad irrebatible, es, simplemente, una
terquedad.
Nada existe que sea la panacea,
la perfección o el no va más. A todo se le puede sacar punta, ponerle un pero, encontrar un resquicio o un punto
débil por donde abatirlo.
Dos premisas, las anteriores, que
vienen a significar que hay que luchar por lo que se considera lo mejor o lo
ideal; siempre, con el debido respeto a quien opina lo contrario y, por tanto,
con el derecho y la obligación de ambos a escuchar otras argumentaciones.
El panorama político actual en
España muestra la diversidad de criterios que todos vemos y nos imaginamos.
Surgieron de las urnas y, nos guste o no, hemos de acatarlos. Los políticos, no
obstante, se encargan de agitar al máximo los mismos arrimando el ascua a su
sardina, sin considerar, para nada, los intereses generales de estabilidad y
otras circunstancias peculiares de las que todos los españoles estamos
necesitados.
Ningún partido político (ni sus
miembros) tiene superioridad ética para arremeter contra otro. Los votos conseguidos
en los diferentes comicios son los que son y dan o quitan la supremacía de cada
uno de ellos. Votos que, en una democracia, gozan de un mismo valor y se rigen
por el cumplimiento de la ley, la cual ha de modificarse por las normas de
antemano e igualmente establecidas (que no impuestas). El hecho de que alguien
(persona física o jurídica) se salte la ley (por muchas razones que objete)
deberá someterse a sus consecuencias. Es un principio a no olvidar como los
efectos que han de causar el nulo respeto a la voluntad de los votantes.
Todos los partidos políticos,
legalmente organizados, de conformidad con la ley instaurada en la Constitución
que nos hemos dado, han de ser tratados con la misma consideración, tanto por
la ley como por la gente. Aunque sea difícil, habrá de no tenerse en cuenta que
antes, en otro tiempo, mataron, robaron, fueron corruptos o quisieron separarse
de España por las bravas. Es lo mismo que si un delincuente, una vez cumplida
su pena, sale de la cárcel: cueste lo que cueste, debería ser calificado como los
demás ciudadanos (su castigo lo ha redimido) y, estos, olvidar el prejuicio que,
como la sangre, corre por sus venas. Cabe, sí, la precaución, pero no más leña del árbol
caído: la sociedad debe aprender a perdonar para ser perdonada.
La vigilancia en el acatamiento a
la ley, en todos los órdenes, ha de ser cuestión primordial.
Por consiguiente, las acciones
positivas de buena voluntad y la confianza han de cundir con el ejemplo y, con
ellas, aunque no sea fácil, acercarnos a la convivencia con acuerdos y ceder
mutuamente en pro de la democracia para llevarla a cabo. No hacerlo, es
sinónimo de intolerancia, de vetar o prohibir, de sentirse superior al otro, cuando
nadie lo es en el plano de la igualdad a la que hemos de tender. Es más, entre
partidos los pactos han de ser transparentes, sin disimulos ni engaños: la gente
siempre entiende de generosidad y decencia (que valora) y no de lo contrario.
Muchos se aterran con los
partidos comunistas, nacionalistas, radicales, anarquistas…, pero si la ley los
ampara: ¿por qué no aceptarlos? A los partidarios de dichos partidos, sin duda,
les ocurrirá al revés: ¿por qué no aceptarlos? Lo importante es el debate y la
acción democrática. La imposición sin debate produce provocación y, por tanto,
nos lleva al desastre. Reprobables las acciones al margen de la ley y no las ideas
por muy descabelladas que sean.
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