Sabemos, aunque no lo tengamos
presente, que solo hay un tiempo para vivir. Un único tiempo que no debe pasar
sin haber intentado dejar nuestra huella por la que sentirnos en conformidad
con nosotros mismos.
No existe un momento de nuestra
vida que sea igual. No importa lo monótono que sea, lo bello o emocionante que
parezca, porque siempre será distinto. Las personas también lo somos.
El origen primigenio de la
cultura de la vida del hombre surgió en los umbrales de su primer signo de
inteligencia. Una inteligencia consistente en imaginar. Una elemental fantasía,
idea o figuración que se mostró incluso antes de gesticular o hablar para
comunicarnos.
Hasta entonces, solo el dolor o
el placer, el miedo o la esperanza, el hambre o la comida, se habían sintetizado
en el hombre sin que su raciocinio emergiera. Fue, sin duda, su intuición con
la que comenzó a cambiar todo su entramado mental y principal ingrediente de su
juicio, dando luz a sus miedos y desconocimientos.
El hombre, pues, se inició en ir descubriendo
las fuerzas sobrenaturales a las que puso nombre de acuerdo con sus
características para, en el cenit de todas ellas, enmarcar a un buen número de
dioses, con arreglo a su grado imaginativo. Dioses todopoderosos que irían más
allá de su ignorancia, su torpeza e inopia, abarcando hasta el infinito. Un
paso después, brotaron cientos de miles de formas con las que los sintetizaron
hasta conseguir, pasando por tótems, tabúes, misterios, prodigios, maravillas,
castigos, ritos, supersticiones, brujerías, mitologías, milagros, profecías…,
auténticos apoderados de las mismas dando cuerpo a un conjunto de normas
relativas a las divinidades y credos.
Y a medida que el hombre amplia
sus conocimientos va encontrado acomodo en las religiones por él inventadas.
Mientras, a un mismo tiempo, las va modificando, perfeccionando, dado orden a
modelos distintos. Invoca, patrocina, personaliza a sus dioses o a su Dios,
según los métodos empleados, en los que se asentará mientras viva para que la
fe en sus creencias prevalezca.
Siempre existirá, sin embargo,
algo desconocido que superar. El hombre nunca alcanzará el absoluto conocimiento
y, por tanto, en su religión, con su doctrina o divinidad encontrará la clave,
el remedio, la satisfacción o la esperanza de todo aquello que está por
descubrir y, que para él, supone un misterio.
Adivinar el futuro se me antoja
algo imposible, por lo que, ante ello, solo me resta vaticinar para todos
nosotros, los humanos, un único deseo: respetarnos.
No hagamos bandera de nuestra convicción,
no llevemos nuestras ideas hasta las últimas consecuencias, consideremos que,
aunque seamos el ombligo del mundo, aquí no estaremos para siempre y, queramos
o no, todo cambiará con o sin nosotros. Y,
sobre todo y de ninguna manera, si por llevar nuestra idea a término se ha de acudir
a la Guerra Santa, a la Inquisición, a la violencia, a cualquier dogma que
aliente la intolerancia o desdeñe el acuerdo.
Ya sé “que existen personas
convencidas de que, para formar el país de sus sueños, por fuerza hay que
causar dolor al prójimo. Personas con la sangre envenenada por el odio”.
¡Ingratos!
Dogmas y religiones, cuanto dolor y sufrimiento han causado y siguen causando. No se me ocurre antídoto eficaz que no sea el conocimiento como herramienta y la razón como método. Difícil de implementar pero estamos en ello.
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