Hoy nadie cree en los profetas. Hoy
son pocos los seguidores de astros y estrellas que otrora marcaron nuestras
vidas adivinando el futuro. Hoy personas más o menos cercanas, de carne y hueso
como aquellos, se aprovechan y benefician de cierta credulidad política de la
gente de a pie que, como ovejas a la voz de su amo y ante los ladrillos de un
perro guardián, caminan y corren temerosas hasta el redil donde el líder de
turno les bautizará con sus loores y encantos.
"Las parroquias arderán como en el 36”. Oímos vaticinar a unos de
esos perros custodios velando y enalteciendo con sus augurios el rebaño para
que no decayera. Algo así dijo que harían después de exhumar el cadáver de
Franco. Sin embargo, hoy ya nadie habla del dictador. Las lenguas viperinas cambiaron
sus letras, si bien todo aquello que no les favorece lo consideran profano, lo
convierten en ilegal, lo califican de fraude anticonstitucional o lo tratan con
tintes perversos capaces de destruir la convivencia para llevarnos al fin de los
tiempos.
Han pasado cerca de dos mil años
de una cultura cristiana, cuyos principios nadie lleva a cabo, pero que la reivindicamos como nuestra. Muchos
los acontecimientos terribles sucedidos para que todavía, tan solo unos pocos, hayan
transformado su juicio. Persevera la venganza, el rencor, la envidia y el
cuanto peor mejor. No hemos aprendido a perdonar, a ensalzar la bondad o la
honradez. El dios dinero continúa estando en su esplendor, en su máximo apogeo.
Algo similar ocurre con la
democracia, inmersa en nosotros escasamente unos cuarenta años. Una forma
política de vivir en boca de todos que, pese a su sencillez, es difícilmente
realizable. Su empleo es tan exigente como el cumplimento de las normas e
instrucciones que nos hemos dado y más todavía si deseamos llegar hasta sus
últimas consecuencias.
Ley y democracia son loables,
pero me temo que causticas de digerir. En ellas no valen ni sirven las medias
tintas. Lo ideal será respetarlas y no su manoseo para esquivarlas. Ajustarse a
ellas, sin duda, merecerá la pena. Solo la paz y entenderse exigen de cesiones
mutuas.
Son los actos, los hechos, no las voces procedentes de sentimientos e
identidades, las guías a seguir. La democracia y la convivencia están reñidas
con la violencia, la blasfemia, el insulto, la mentira. Nadie que se considere
demócrata tendrá un objetivo que, para lograrlo, justifique medios espurios o
haya de emplear una de las sinrazones antes citadas.
¿Por qué desdeñar ideas
descabelladas, disconformes, radicales, independentistas, absurdas, sin antes
haberlas atendido? Escuchando se sabe de una dolencia, de dónde procede una voz
lastimera, un deseo truncado; luego, son las acciones con juicio las que
culminan al margen de creencias o
sentimientos. En ellas está el peso que dan los votos de las mayorías.
Los intereses partidistas o
sectarios no son, guste o no, los que han de prevalecer, como tampoco por mucho
gritar se tiene la razón o por mucho mentir se consigue la verdad. El sistema democrático
es el mejor conocido a seguir, así como es un sueño increíble el pertenecer a
una Europa libre. Respetemos, no obstante, a los muchos detractores de ello y a
los nostálgicos de una soberanía nacional que continúan aún mirándose al
ombligo.
La razón, a veces, no está de
parte de quien la tiene, sea un ser inteligente, culto o bueno, sino del
conjunto de la mayoría de los votos que nos representa y gobierna. Por último,
desear que la tristeza no nos embargue aunque sea un año bisiesto y los
augurios, para tales años, sean agoreros. Pensemos en un año 2020 de ilusión y
esperanza para los hombres de España.
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