Leí, no sé dónde: “Lo que no podemos ver no puede hacernos daño”. Pensé que era una afirmación ajena a la verdad, aunque, por imprecisa, no fuera mentira.
¡Hay tantas y tantas cosas que, aun sin verlas, nos producen un daño enorme!
Cada cual puede confeccionar su propia lista de miedos e intentar luchar contra ellos, dado que el miedo nos condiciona, nos atrapa, nos inmoviliza, nos...; como diría Naguib Mahfuz: “El miedo no evita la muerte, evita la vida”.
Hay quienes, además de sentirlo, lo huelen, lo palpan, lo presienten. Sin embargo, el miedo nos acompaña formando parte del instinto conservador inherente a nuestro existir que, a veces, no hace ser más prudentes; si bien, es normal, que ante él, ante un peligro real, nos defendamos. No así ante un peligro imaginario, desconocido, irreal,..., dificultoso de combatir.
Todavía recuerdo, siendo un niño, agazapado en las faldas de mi madre, asustado cuando hablaban de fantasmas y prestaba una atención desmedida. O ya de joven, viendo alguna película de terror, o cuando, por la noche, pasaba por las tapias de algún cementerio y mis más íntimos razonamientos se doblegaban ante ese ficticio temor.
Ahora, en la senectud, todo se me hace un mundo insalvable, donde más que terror es inseguridad, preocupación, sospecha, dolor,...que trato de calmar de inmediato asumiéndolo, ya que es necesario para combatirlo. Y visualizo los hechos o motivos que lo causan. Catalogo sus posibles consecuencias, por lo general, exagerándolas, ridiculizándolas o, simplemente, analizándolas y compartiéndolas.
La educación, ni la de antes ni la de ahora, poco o nada, objetivamente, nos han hablado de cómo tratar los instintos, las emociones, los sentimientos y, por consiguiente, no sabemos dominarlos, ni a ellos nos hemos acostumbrado.
Sectas, organizaciones, creencias y otros inventos humanos, especialmente los que emplean el miedo como arma arrojadiza, son los que se han ocupado de ello. En la actualidad, a nadie se le escapa saber quién nos domina en el mundo: basta razonar y observar. Son aquellos que nos dicen qué hacer y pensar, cuándo y cómo hacerlo, dónde y de qué forma, advirtiéndonos además que, de no cumplirlo, la desgracia caerá sobre nosotros o nuestra familia; ya que, aunque cada uno de nosotros somos arquitectos de nuestros propios destinos, ellos se arrogan la representación de un Ser Superior, divino y espiritual, y deciden por nosotros. Ante esa posibilidad, por si acaso, toleramos dándoles carta de naturaleza. Algo que no hemos de permitir, aunque nadie denuncie este tipo de cosas.