Esta mañana me he levantado con
el feroz impulso de anunciar, como si fuera un pregonero, que la apertura de gran circo de España ha
comenzado. En él se representarán los mejores espectáculos jamás vistos:
temibles leones saltando sobre domadores inexpertos, malabaristas equilibrando
sus entrañas sobre el trapecio, músicos adormilando serpientes, magos haciendo
desaparecer las carteras de los asistentes, payasos tontos y listos provocando
las delicias del público y otras actuaciones que, sin ser el más difícil todavía, llenarán de tristeza y
alegría a un respetable que, para verlos y de antemano, pagará su entrada suponiendo
que algo distinto sucederá en tan redondo
hemiciclo. Lo que ninguno de los asistentes puede imaginar, es que todo el
montaje gravita en una sarta de mentiras como norma: luces sombrías, flores sin
olor, canciones insustanciales respondiendo a un mayúsculo artificio como los espejos
de la risa de las verbenas o las apariencias de agua ante una sed irresistible de
un ardiente desierto.
La mayoría de actores gozan de privilegios, prebendas y emolumentos
distinguiéndose del resto de mortales, aunque ellos también mueran. No
necesitan de disimulos para ser unos farsantes amparados en una compañía carente
de principios. Previamente, formaron comitivas anunciando sus bondades y augurando increíbles promesas con proyectos
que jamás cumplirán. Fueron elegidos, generalmente, los más extrovertidos y
teatreros que, alumbrando esperanzas, no reclamaron nada para sus
patrocinadores ni para ellos. Luego, harán su agosto llenando de rabia,
frustración e impotencia a muchos crédulos y a otros candidatos que esperarán
hasta la siguiente ocasión, para cuando se haya olvidado las incesantes
corrupciones sucedidas, las fiestas sorteadas y los propósitos de enmienda
aforados con el paraguas de la impunidad y las ganas de vomitar tanta mierda
hayan sido calmadas.
Los carteles cambian, los cromos
se renuevan, las alfombras rojas destacan y el espectáculo continúa. Sí, efectivamente.
Es toda una diversión comprobar cómo sus
promesas a nada conducen. Son palabras y palabras que se lleva el viento
dejando ilusión entre quienes se las creen e incertidumbre o desazón entre los
que de ellas no se fían; mientras, los galanes se ríen y manipulan a sus
seguidores, ya que en realidad no les importa hacer de su capa un sayo.
¡Qué poco cuesta mentir, prometer, crear esperanzas para que incautos e
inermes les sigan!
Desde el Lazarillo de Tormes, con
el que tomamos conciencia de la picaresca, y Benito Pérez Galdós que nos la ratificó,
hasta hoy, los chiquillos van detrás de histriones que mueven, a base de golpes
con un palo, el chorizo atado al extremo de otro, entonando: “Con
la boca sí, con la mano no”.
¿Cómo cumplirá Rajoy, por ejemplo,
su solemne propósito de paralizar el proceso soberanista si deja de ser el presidente del Gobierno? Ya,
antes de que lo fuera, mintió descaradamente a los españoles con voces
incumplidas, acallando impulsos, metiendo miedo, preconizando lo que no sabía al
igual que ahora hace. Mueve un palo con otro sin que nadie pueda hincar un
diente a los chorizos que airea. Sus compromisos se marchitarán entre el
silencio de sus defensores y el olvido de la gente y permanecerá el olor a
podrido de una España corrompida. Similar a la que tuvo que dejar Felipe González, enterado por los periódicos de lo que pasaba en su partido y,
ahora, tal como lo hizo Aznar con sus armas de destrucción masiva, alerta
y maldice de otros que comienzan como él: indignado, arrasando y seguro. ¡Qué nadie nos engañe; dejemos que España
se ventile de golfos y rufianes, exigiendo la honradez que falta! Basta ya de
lobos disfrazados de Caperucitas, estamos hartos de confiar en tramposos.
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