A veces, me da la sensación de
que todo cuanto escribo es parte de lo malo o lo peor que acaece y, tal vez,
algo de razón haya en ello, sin embargo, no es mi intención hacerlo. Hoy, por
tanto, desde la humanidad que nos asiste y hemos de conservar, daré pruebas que
lo corrobore con razones más que suficientes.
Personas buenas, generosas, de
carne y hueso y gran corazón son la mayoría: Anónimas, solitarias y
silenciosas; dispuestas a socorrer, ayudar y colaborar por el bien de sus
semejantes a cambio de nada o por el puro placer de sentirse bien consigo
mismo, beneficiando a los demás. Otras, por motivos vocacionales, generalmente,
se entregan en hacer el bien a los demás cuidando de ancianos a los que limpian
el culo; tratando a enfermos de toda condición con sumo cariño; cruzando las
aceras y pasos de cebra a niños, viejos e invidentes; socorriendo a víctimas de
accidentes y desgracias; sofocando fuegos y salvando a náufragos; alimentando a
indigentes; desinfectando drogadictos; cuidando miserias ajenas; …. Todas
ellas, requieren de nuestra gratitud y, desde estas líneas, se lo agradezco
honestamente.
Nunca olvidaré la labor
caritativa de las monjas de los ancianos desamparados de mi pueblo. Jóvenes
mujeres, en su mayoría, soportando improperios, insultos y maldades de algunos
viejos residentes que volvían borrachos al asilo. En éste, se apiñaban mujeres
y hombres octogenarios que nadie querría tener en su casa. Pobres seres llenos
de historia, necesitados, en sus últimos días, de que sus almas desdichadas
fueran atendidas cuando ni siquiera Dios las socorrería.
Un mundo, el nuestro, que
podríamos hacerlo menos amargo si la distribución de la riqueza, forjada por el
conjunto de las naciones, fuera una realidad. Un hecho que se podría conseguir
de no haber individuos miserables rigiendo las mismas, en especial las más
ricas e importantes, olvidaran creerse dioses, beneficiaran a todos los pueblos
y no fuera indispensable justificar lo que, para sí mismos, hacen.
Somos lo que vivimos, aunque la
fe sea de una importancia infinita, hasta el extremo de que “puede mover
montañas” y salvar de la desesperación a quien la profesa. Tal afirmación es
como creer en la magia y la casualidad, en el destino y el Más allá, en lo
sobrenatural y en la resurrección de los muertos, pues estos ya dejaron de
existir, no piensan ni sufren y nada desean. Ni siquiera saben que los vivos
llevamos flores a sus tumbas y eso, lógicamente, solo a nosotros nos importa.
España funciona en economía
excelentemente, no todo lo bien que nos gustaría, pero mejor que nunca al fin y
al cabo, pese a las voces agoreras, desestabilizadoras y perniciosas que dicen
lo contrario sin razones que lo justifiquen y en contra de los deseos de una
oposición negativa que ni aporta ni colabora; al revés: rechaza, denigra,
ofende y se limita a decir no al Gobierno en todo, por muy bueno que sea para
la mayoría de la gente a la que, ahora, tratan de equivocar falazmente y a la
que, mañana, pedirán su voto sin haberse por ella despeinado.
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