Todo el planeta llamado Tierra es patrimonio de la humanidad y del
resto de seres vivos.
La igualdad es esa raya de salida
de la que todos partimos al nacer. Una igualdad que siempre tenemos en la boca
y guardamos en nuestra retina: la queremos y la compartimos como el hecho más
simple y normal del ser humano, venga de donde venga, sea de donde sea. Claramente la entendemos al enfermar, en las
desgracias, en los pesares, cuando sucede una
catástrofe común, cuando morimos. Nos afecta más cuando los hechos acaecen
a personas más cercanas, a nuestros más allegados familiares, a quienes guardamos
nuestro cariño. Sin embargo, es rehusada para con alguien que vaguea o no
trabaja bien y cobra igual salario o recibe el mismo trato que los demás; para
con quien se comporta mal y la azarosa ruleta de la vida le llevan por caminos favorables,
no ajustados a sus capacidades y conductas.
La igualdad no se hace patente ni siquiera ante Dios. Éste tiene sus
preferencias: su pueblo elegido, y hace oídos sordos ante las plegarias que
claman su justicia. Nada quiere saber de esta vida, cuando a muchos el
sufrimiento le es insoportable y nos hace pensar que en la otra, en otro
momento o lugar, la equidad será la preeminente.
La
Justicia debe tratarnos a todos por igual. La Ley ha de ser igual para todos.
Separar en un hombre su
subjetividad de la objetividad que ha de aplicar es sumamente difícil. Existe
una línea muy fina y delicada que, a veces, se rompe y, los más, lo justifican. Por eso la igualdad es un contrasentido y
lo que importa, en verdad, es la igualdad de oportunidades.
Cada uno de nosotros gozamos de distintas
aptitudes y comportamientos atribuidos, por lo general, a los genes (con los que todos estamos
familiarizados) y a los memes (un conjunto extenso y variado de cosas:
domesticación, alimentación, educación, medio ambiente, influencias…) que
naturalmente se tienen en cuenta a la hora de enjuiciarnos. Pueden ser (y deben
ser) atenuantes o agravantes; máxime cuando la Ley está sometida a variadas
interpretaciones en virtud de lo que está escrito y es, de todo punto imposible,
acertar con su espíritu inspirador. No obstante, intuimos que son la salud, el conocimiento y el poder (dado su enorme
valor) los motores principales de la diferenciación en las personas, de ahí que se venga reclamando
históricamente la universalidad de ellos, su carácter público, gratuito e
igualitario; en definitiva, que estén al alcance de todos, sea cual sea su condición;
si bien, es menester tener en cuenta el alto coste que su utilización
representa a las arcas públicas (de todos), por lo que debería ser penado el
mal uso o el abuso.
La historia de la humanidad nos
muestra que la igualdad del ser humano se ha de plantear desde el momento de su
nacimiento, a partir del cual, todos han de detentar las mismas oportunidades
en cualquiera de las circunstancias que afecten a su desarrollo, aunque los
resultados sean dispares. La muerte ha
de ser el hecho que cierre el ciclo, acabando con el finado sus bienes, derechos y
obligaciones, sin que nada de ello quede a su descendencia.
El sistema social encontró los
resortes de igualdad para con la salud y el saber, no tanto para el poder del
que, aun considerando ha de innovarse, sólo pide la anulación de sus iniquidades
y privilegios. Será real en la sociedad que quepa regular sueldos y rentas, herencias
y donaciones, titularidades y productividades, cargos y plazos, lo público y lo
privado que afectan al reparto de la riqueza, a la separación de la justicia
con la política y a todo lo que eso conlleva.
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