jueves, 23 de enero de 2020

CONCEBIR LAS DIFERENCIAS


Sabemos, aunque no lo tengamos presente, que solo hay un tiempo para vivir. Un único tiempo que no debe pasar sin haber intentado dejar nuestra huella por la que sentirnos en conformidad con nosotros mismos.

No existe un momento de nuestra vida que sea igual. No importa lo monótono que sea, lo bello o emocionante que parezca, porque siempre será distinto. Las personas también lo somos.

El origen primigenio de la cultura de la vida del hombre surgió en los umbrales de su primer signo de inteligencia. Una inteligencia consistente en imaginar. Una elemental fantasía, idea o figuración que se mostró incluso antes de gesticular o hablar para comunicarnos.

Hasta entonces, solo el dolor o el placer, el miedo o la esperanza, el hambre o la comida, se habían sintetizado en el hombre sin que su raciocinio emergiera. Fue, sin duda, su intuición con la que comenzó a cambiar todo su entramado mental y principal ingrediente de su juicio, dando luz a sus miedos y desconocimientos.

El hombre, pues, se inició en ir descubriendo las fuerzas sobrenaturales a las que puso nombre de acuerdo con sus características para, en el cenit de todas ellas, enmarcar a un buen número de dioses, con arreglo a su grado imaginativo. Dioses todopoderosos que irían más allá de su ignorancia, su torpeza e inopia, abarcando hasta el infinito. Un paso después, brotaron cientos de miles de formas con las que los sintetizaron hasta conseguir, pasando por tótems, tabúes, misterios, prodigios, maravillas, castigos, ritos, supersticiones, brujerías, mitologías, milagros, profecías…, auténticos apoderados de las mismas dando cuerpo a un conjunto de normas relativas a las divinidades y credos.
Y a medida que el hombre amplia sus conocimientos va encontrado acomodo en las religiones por él inventadas. Mientras, a un mismo tiempo, las va modificando, perfeccionando, dado orden a modelos distintos. Invoca, patrocina, personaliza a sus dioses o a su Dios, según los métodos empleados, en los que se asentará mientras viva para que la fe en sus creencias prevalezca.  

Siempre existirá, sin embargo, algo desconocido que superar. El hombre nunca alcanzará el absoluto conocimiento y, por tanto, en su religión, con su doctrina o divinidad encontrará la clave, el remedio, la satisfacción o la esperanza de todo aquello que está por descubrir y, que para él, supone un misterio.

Adivinar el futuro se me antoja algo imposible, por lo que, ante ello, solo me resta vaticinar para todos nosotros, los humanos, un único deseo: respetarnos.

No hagamos bandera de nuestra convicción, no llevemos nuestras ideas hasta las últimas consecuencias, consideremos que, aunque seamos el ombligo del mundo, aquí no estaremos para siempre y, queramos o no, todo cambiará  con o sin nosotros. Y, sobre todo y de ninguna manera, si por llevar nuestra idea a término se ha de acudir a la Guerra Santa, a la Inquisición, a la violencia, a cualquier dogma que aliente la intolerancia o desdeñe el acuerdo.

Ya sé “que existen personas convencidas de que, para formar el país de sus sueños, por fuerza hay que causar dolor al prójimo. Personas con la sangre envenenada por el odio”. ¡Ingratos!

martes, 7 de enero de 2020

MIRÁNDOSE AL OMBLIGO


Hoy nadie cree en los profetas. Hoy son pocos los seguidores de astros y estrellas que otrora marcaron nuestras vidas adivinando el futuro. Hoy personas más o menos cercanas, de carne y hueso como aquellos, se aprovechan y benefician de cierta credulidad política de la gente de a pie que, como ovejas a la voz de su amo y ante los ladrillos de un perro guardián, caminan y corren temerosas hasta el redil donde el líder de turno les bautizará con sus loores y encantos.

"Las parroquias arderán como en el 36”. Oímos vaticinar a unos de esos perros custodios velando y enalteciendo con sus augurios el rebaño para que no decayera. Algo así dijo que harían después de exhumar el cadáver de Franco. Sin embargo, hoy ya nadie habla del dictador. Las lenguas viperinas cambiaron sus letras, si bien todo aquello que no les favorece lo consideran profano, lo convierten en ilegal, lo califican de fraude anticonstitucional o lo tratan con tintes perversos capaces de destruir la convivencia para llevarnos al fin de los tiempos.

Han pasado cerca de dos mil años de una cultura cristiana, cuyos principios nadie lleva a cabo,  pero que la reivindicamos como nuestra. Muchos los acontecimientos terribles sucedidos para que todavía, tan solo unos pocos, hayan transformado su juicio. Persevera la venganza, el rencor, la envidia y el cuanto peor mejor. No hemos aprendido a perdonar, a ensalzar la bondad o la honradez. El dios dinero continúa estando en su esplendor, en su máximo apogeo.

Algo similar ocurre con la democracia, inmersa en nosotros escasamente unos cuarenta años. Una forma política de vivir en boca de todos que, pese a su sencillez, es difícilmente realizable. Su empleo es tan exigente como el cumplimento de las normas e instrucciones que nos hemos dado y más todavía si deseamos llegar hasta sus últimas consecuencias.

Ley y democracia son loables, pero me temo que causticas de digerir. En ellas no valen ni sirven las medias tintas. Lo ideal será respetarlas y no su manoseo para esquivarlas. Ajustarse a ellas, sin duda, merecerá la pena. Solo la paz y entenderse exigen de cesiones mutuas.

Son los actos, los hechos,  no las voces procedentes de sentimientos e identidades, las guías a seguir. La democracia y la convivencia están reñidas con la violencia, la blasfemia, el insulto, la mentira. Nadie que se considere demócrata tendrá un objetivo que, para lograrlo, justifique medios espurios o haya de emplear una de las sinrazones antes citadas.

¿Por qué desdeñar ideas descabelladas, disconformes, radicales, independentistas, absurdas, sin antes haberlas atendido? Escuchando se sabe de una dolencia, de dónde procede una voz lastimera, un deseo truncado; luego, son las acciones con juicio las que culminan al margen de  creencias o sentimientos. En ellas está el peso que dan los votos de las mayorías.

Los intereses partidistas o sectarios no son, guste o no, los que han de prevalecer, como tampoco por mucho gritar se tiene la razón o por mucho mentir se consigue la verdad. El sistema democrático es el mejor conocido a seguir, así como es un sueño increíble el pertenecer a una Europa libre. Respetemos, no obstante, a los muchos detractores de ello y a los nostálgicos de una soberanía nacional que continúan aún mirándose al ombligo.

La razón, a veces, no está de parte de quien la tiene, sea un ser inteligente, culto o bueno, sino del conjunto de la mayoría de los votos que nos representa y gobierna. Por último, desear que la tristeza no nos embargue aunque sea un año bisiesto y los augurios, para tales años, sean agoreros. Pensemos en un año 2020 de ilusión y esperanza para los hombres de España.