Francisco Franco juró su cargo
para servir a la II República, pero una vez fue postergado por ésta a tierras
africanas, se decidió secundar un Golpe de Estado del que llegó, por
aclamación, a ser su más alto representante, simbolizando en su persona la victoria
que consiguió el bando “nacional”. Tal vez, a su juicio y el de sus seguidores,
lo iniciaran justificándolo por restituir derechos que los ciudadanos de
entonces tenían perdidos, pero no lo hizo y tiempo hubo para ello, sino que continuó
“a su manera”, expoliando, matando y privando de libertad al pueblo de España,
erigiéndose en el más déspota de los tiranos, hasta morir, cuarenta años
después en su cama, pese al terror que sembró para suerte de algunos.
Puigdemont , llegó a ser el
Presidente de Cataluña por votación in extremis, obligado a dimitir Mas, y como
Franco, “a su manera”, hizo lo mismo en aquella parte de España, pero con una
diferencia abismal: no tenía armas con las que poder aterrar al pueblo. Los
ciudadanos catalanes, que no comulgan con sus ideas (algo más del cincuenta por
ciento de ellos) están limitados en su libertad; atenazados con las políticas
discriminatorias que allá se emplean a partir de que se saltara las leyes. Él,
acorralado en el extranjero como un perro rabioso, se considera el caudillo y la víctima de la desgracia y del odio del Gobierno legalmente establecido en
España. Pero si el ejército o parte de él, depositante de las armas, hubiera
estado de su parte, no se consideraría vetado y, posiblemente, con la fuerza y
la justificación banal de un pueblo sometido, reclamando su autodeterminación,
se enfrentaría a otra fuerza sangrienta sin importarle, como a Franco, la
suerte que corriera la gente o la política como la forma de dirimir los
conflictos. ¿Qué hubiera hecho de haber ganado? ¿Se perpetuaría en el poder,
como intenta hacer ahora en el extranjero, interesado en agarrarse al mando
como un clavo ardiendo y continuar sacando leche de una alcuza?
Ha perdido señor Puigdemont, retírese.
Y si tiene dignidad entréguese a la justicia. No ensucie ni despotrique contra
un Gobierno que, aunque a muchos nos pesen sus formas e ideas, representa la
libertad para que usted fuera Presidente y yo exprese lo que pienso. Salvando
las distancias en algo estaremos de acuerdo: en que saltarse la ley establecida
supone un riesgo. No espere, por mucho que lo intente, que las grandes naciones
lo crean, sólo es un títere que sirve de comparsa para muchas de ellas, algo
romántico del siglo XIX, y piense que estamos en los albores de una globalización en la que los pueblos deberán ser uno, con la misma sangre, con
similares genes, con las mismas ansias de paz y bienestar por las que deberemos
luchar unidos y no rezando como anacoretas, aislados en una cueva.
Franco debió de retirarse a sus
cuarteles y no crear el estigma con que fuimos domesticados en su régimen
tirano. Los hombres somos producto de lo que comemos, de lo que aprendimos en
nuestra infancia, de las costumbres de nuestros padres y de los mayores, de las
vivencias adquiridas. Y desde lejos de Cataluña, a la que quiero y siento mía,
observó a su gente encerrada en ideas pueblerinas que nada quieren saber de lo
que les ocurre a los demás. ¿Por qué se sentirán repudiados por otros ciudadanos
españoles? Fuera de su tierra los he visto mentir, sin manifestar que son catalanes,
temerosos de ser rechazados o no atendidos, imaginándose víctimas de
desagravios donde no los hay. Reflexionando sobre tal motivo, he llegado a la
conclusión que el estigma catalanista, de país nacional y excluyente, es
aprendido como se aprende el sentimiento o se inculcan las ideas. Una identidad
apartada de las capacidades para unirnos que nos exigen los tiempos. Todos
juntos llegaremos más lejos. Mientras, dejemos que Puigdemont clame en el
desierto tratando de tapar las tropelías
de su partido.