sábado, 6 de agosto de 2022

ODIAR, ATRAER, AMAR.

 

¿Merece la pena vivir odiando?

 

Hay muchas personas, especialmente mujeres, empeñadas en asegurar que los machos las odian. Constantemente se están criminalizando los delitos de odio de aquellos sobre estas. Y, creyendo que no hay nada más lejos de la realidad, en voz alta me pregunto: ¿a qué pueden responder tales aseveraciones?

 

Carezco de datos para manifestar lo opuesto (me imagino que igual de quienes lo afirman), sin embargo, no tengo la menor duda de que la Naturaleza no nos ha creado para odiarnos precisamente y sí para lo contrario: amarnos y procrear en bien de la especie.

 

Ambos (hombres y mujeres) somos como un día completo. Veinticuatro horas distintas formando parte de una misma cosa. Una perfección que se ve afectada por infinidad de contratiempos, situaciones y circunstancias externas, mientras ajenos intereses enfrentan la claridad del día con la obscuridad de la noche o, posiblemente, se confronten los diferentes estados ambientales de nuestros humores y ánimos.

 

A mi juicio, la animadversión o el odio de género del que se habla, hemos de buscarlos a partir de imaginaciones absurdas producidas por el homo sapiens desde el comienzo de los tiempos donde  relacionando creencias e ignorancias que, todavía trascienden al mundo de hoy, se abrieron paso a través de magias, engaños y religiones convertidas en tradiciones,  costumbres y hábitos fijados a nuestra forma de vivir e impuestas por unos machos que se arrogan el mensaje de unos dioses, a los que aún veneramos, merced a una mercancía inacabable, ferviente y ficticia que manejan  aportando únicamente esperanzas de goces o vaticinios de terror eternos: ¡casi na!

 

No somos los hombres ni las mujeres culpables de continuar con usos yerros. Por tanto, sugiero, que contra tales equivocaciones, prejuicios o credos luchemos al unísono unos y otras criticando a quienes con dogmas, promesas y miedos nos “obligan” a mantenerlos. Seguir dando cobertura a prácticas ocultas cuando todo, desde hace mucho, se ha trasformado en un negocio bien urdido, es incrementar el mismo (aunque proporcione un efecto placebo indiscutible) y dar pábulo a la injustica del odio.

 

No olvidemos que los humanos (hombres y mujeres) de cualquier condición somos como una  simple jornada. No somos enemigos y sí seres vivos complementarios. El rencor no germina como una semilla y las sinrazones, desavenencias y discordias se pueden resolver con sus antónimos. El odio solo perjudica a quien en su alma lo almacena. Provoca estrés del que nadie sale indemne y, por supuesto, un perverso descontrol que, pese a toda dificultad, se puede dominar, dado que  como civilizados poseemos un intelecto privilegiado. Razónese antes de cometer una locura.

 

Los crímenes que tanto pregonan los medios no son sino alharacas para transmitir sentimientos de angustia que no responden a una realidad generalizada. Hombres y mujeres nos respetamos en la medida que los tiempos avanzan, aunque estos lo hagan lentamente en ese sentido, debido a cuestiones culturales apuntadas anteriormente. Por consiguiente, será la educación (hábitos y costumbres) y la igualdad (un cambio de normas elementales religiosas adquiridas) las que aceleren la tolerancia mutua entre hombres y mujeres, a fin de que el odio no se origine. El camino a recorrer, no exento de dificultades, pasa por ahí y por no difundir mensajes de parte y contraproducentes que causen odios: efectos contrarios a los que se  pretende perseguir.

 

Deshagámonos de la ignorancia con la que fuimos y seguimos sometidos. Desatémonos de las ligaduras que nos apresan y quieren continuar atándonos, aunque los políticos no se atrevan a proponérnoslo. No podemos destruir los pensamientos genuinos, siempre presentes en nuestros instintos,  de atraer y copular, sintiéndonos hermosos.