Pasé
casi un embarazo en el centro de Inglaterra y, después de ese tiempo, no estoy
en condiciones de explicar cómo es esta sociedad. Es gente amable a la que no le
falta la sonrisa, es educada con aires introvertidos que les proporciona algo
de misterio por el que no aciertas a comprender si es que no saben y no
contestan o, sencillamente, te despachan sin resolver nada de lo que preguntas
y te preocupa. Tal vez, la conclusión, es que hay de todo un poco.
Al
hablar de España siempre digo que es un país residencial, debido especialmente
a su clima. Por ella, en todas las épocas, han pasado miríadas de personas de
todas las latitudes, dando lugar a que civilizaciones enteras se asentaran en
sus tierras y eso, quieras o no, determina el carácter de su gente. El clima influye
igual o de forma parecida en la calidad de vida de los seres humanos y esta es
enormemente más confortable cuando aquel es agradable. Por eso no son ni
parecidos los vascos, cántabros o astures -combativos, altaneros, ponderados- a
los andaluces, extremeños o castellanos -resignados, indiferentes, adustos-,
toda vez que los primeros resistían a sus invasores para evitar ahogarse en un
mar de aguas bravas y los segundos, aguantando como hombres de la gleba los palos
de los guerreros que bajaban, subían y viceversa a conquistar nuevas tierras o
huyendo de las mismas.
Algo
similar ha debido pasar por estas tierras septentrionales de U.K., rodeadas de
agua por todas partes, donde su clima infernal las ha convertido en charcos o
en un barrizal. Por ello, sus habitantes se lanzaron al mar en busca de algo
mejor, forjando aventuras de todo tipo y todo ello sin despegar los labios, con
la sonrisa y un puñal en la boca, con la rapidez de un instante y la violencia
de salvarse o morir. No se fían ni de su padre.
Posiblemente,
hayan ya bajado algo la guardia y les guste más la calidez de los latinos, el
chisporroteo de los orientales y la mansedumbre de la gente orientar o de color.
Una mezcla de ingredientes a la que se asoman sin mezclarse. Pienso que su
destino es caminar solos, por la condición de su clima, aunque no sea yo quien
lo comparta, pues tengo la sensación de que con todos pueden llevarse bien,
siendo los defensores de nadie. Europa, de la que, mediante un referéndum decidieron
aislarse, los necesita y, sin lugar a duda, sus habitantes también están
necesitados de ella. Y lo digo, pese a que los españoles seamos propensos a
echar culpas a los que no nos den la razón, oponiéndonos a sus criterios, que
son los que más nos incordian.
Allí,
a no saber su idioma, aprendí a hablar para comunicarme con dibujos y signos,
dedos y gestos que no recomiendo, dado que la ignorancia desconfía y la duda
todo cuestiona. Ya me hubiera gustado saber de primera mano cómo se ganan la
vida, cómo son sus políticos, por qué se emborrachan sus jóvenes, qué hacen las
personas de la tercera edad o qué sienten por su realeza…. Nuestra existencia,
limitada por razones variopintas, algunas como la distancia o el idioma, las podremos
salvar iniciando a nuestros hijos y nietos a que aprendan idiomas desde la
infancia, en la que se graba lo aprendido como se oye un surco de vinilo, o dejándoles
ir al extranjero en la adolescencia que se sientan importantes, aunque pasen
ciertas penurias, obligados a decidir y valerse por su cuenta, mientras las
alas enormes de los padres revoloteen nerviosas en búsqueda de fe y apoyos.
Tratemos,
no obstante, de averiguar la forma de vivir de los pueblos y sus gentes.
Pueblos que en su día fueron imperios como el español y ahora decrecen
inmisericordes, mientras otros toman sus relevos. Supongo que, como todo,
surgen, se desarrollan y enriquecen para sufrir el declive de la acomodación y vejez
que, cruelmente, no perdonan hasta su extinción.