sábado, 11 de abril de 2015

LOS DONES MÁS EXCELSOS

El joven abrió el grifo del agua caliente y mojó los pelos de la brocha que le permitieran enjabonarse la cara para proceder a su afeitado. Pasó un tiempo y el vaho empañaba la luna en la que apenas si veía su rostro prácticamente rasurado, cuando su padre, un viejo labrador que había hecho fortuna merced a su trabajo duro y honrado, de sol a sol, le preguntó socarronamente, de sopetón:
-          - ¿Qué carrera es la que estudiaste en la Universidad?
-          - Acabé económicas, papá. – Le contestó orgulloso el muchacho.
-          - Pues, que mal te enseñaron o que poco aprendiste. –Afirmó el padre que, ante el incrédulo gesto de su hijo, prosiguió:- ¿Acaso crees que economía es tener el grifo abierto todo el rato?
El medio ambiente y las generaciones que nos sucedan, sin duda, necesitarán de esa agua que alegremente se dilapida. El planeta no tiene sus bienes homogéneamente repartidos al alcance de todos por igual. Los hombres tampoco gozamos de los mismos derechos naturales, sin embargo, un pequeño esfuerzo de cada uno de nosotros, apenas insignificante, pueden dar resultados extraordinarios, así como la educación que cada uno recibimos.
La vida y la libertad son los dones más excelsos de que disponemos y a medida que vamos creciendo como seres superiores, la desigualdad se impone para mermar la plenitud de ambos. Y es que la colectividad nos ha llevado a considerar que tales dones no son valores inalienables cuando la Naturaleza nos los brindó, desde siempre, para que todos nos regocijáramos con ellos. No obstante, hemos de saber dos cosas: Una. La vida y la libertad del hombre no son plenas y sufren en su calidad cuando la sociedad (a través de la propiedad privada, los mercados libres y cada vez más complejidad) nos encadena a luchar salvajemente por una mayor diferencia entre nosotros, compitiendo más duramente que en el principio de los tiempos, alejándonos de nuestra condición humana, cada vez más. Dos. Aún considerando que tal socialización es imparable, no tiene porque ser una entelequia poderla dulcificar cooperando entre sí e ir deteniendo, poco a poco, la sin razón que nos lleva a distanciarnos. Todos somos herederos por igual de la vida y la libertad y no debemos permitir que lo aleatorio de las circunstancias emborrone los destinos de la humanidad, heredando tal desigualdad por los siglos de los siglos, como si la sociedad fuera exclusiva de alguien en particular y no de la generalidad de individuos que a cada instante traemos al mundo.
Los bienes y derechos privados que el hombre consiga con su tesón y buenas artes, elemental es que los disfrute y posea a su capricho mientras viva; pero una vez muera, no tienen por que continuar en manos de quienes no han colaborado en su obtención. La propiedad privada pues, egregia, majestuosa y perteneciente a la vida, sólo y exclusivamente ha de ser para quien la consiguió; de ninguna manera para que se aprovechen de ella sus descendientes legítimos o no; a lo sumo, en la parte imprescindible para que puedan valerse. ¿Quién y cómo se estableció tal legitimidad? La parte de la vida en que vivimos es corta y la muerte es un límite que no se puede sobrepasar. Es más, nadie es dueño de sí mismo. 

Y a la actividad económica, vital para el desarrollo del individuo y la colectividad, ha de ser tan sencilla de entender como la conversación del padre y del hijo arriba transcrita. Que nadie la haga más compleja apropiándose de lo que no le pertenece o equivocándonos con mercados libres de productos necesarios para la existencia ¡Qué con las cosa de comer no se juega!

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