sábado, 18 de junio de 2016

EL HOMBRE PROGRAMADO

Por muchas explicaciones que se busquen, por muchos inventos que se realicen, por muchas razones que se den, nada, absolutamente nada, afecta al tiempo. Es inmutable y se mantiene firme en su camino. El hombre pasa por él creyendo que sucumbir en sus brazos no será posible, pero, para cuando se da cuenta de que eso no es así, ya es demasiado tarde, ya se es viejo.

La vida nos va enseñando que la desigualdad es mentira, que no existe sino en el deseo de sentirse superior, excluido o abogando por la diferencia entre buenos (los míos) y malos (los otros). Poseer  cosas o no, aunque no lo parezca, languidece cuando el tiempo nos obliga a recordar nostalgias obligadas o a olvidar, perdida la memoria, como la mudez es precisa en la soledad de cada cual.

La vida no tiene sentido. No tiene sentido la muerte de un bebé de seis meses. No tiene sentido sobrevivir a los hijos. No hay razón que justifique las guerras, las enfermedades, los delirios de grandeza, las víctimas inocentes, las muertes en la cruz… La vida sólo tendría sentido sin un Dios. Con Él nada de esto sucedería.

¿Cómo seríamos si verdaderamente fuéramos imagen y semejanza suya? A los que nos falta Dios desearíamos que existiese para que la Justicia auténtica reinara. Que pudiera hacer frente a la Naturaleza. A esa Naturaleza paciente, inflexible, vengativa. O, ¿acaso Justicia y Naturaleza serán la misma cosa, la misma fuerza con nombres diferentes? Tal vez, esa Justicia, esa Naturaleza sean el propio Dios que jamás conoceremos.

El mundo del que participamos nos ha hecho reacios a oír las voces de un crupier, ante la ruleta del casino de la existencia: “no va más, señores”. Nos aferramos a incumplir tal mandato, pero ante él sucumbiremos. “¿Y no va más?”, nos pregunta el pensamiento  Sentimos, nos emocionamos, sí; pero nuestro inconsciente domina sin razón a un temeroso intelecto que es menor de edad, que va surgiendo como un recién nacido a los albores de una presencia de la que todo ignora. Perdimos el paraíso de la quietud del tiempo en el vientre de nuestra madre y tomaremos el primer aliento y contactamos con el último devenir que el hombre pueda alcanzar, mientras la vida comienza.

Fuimos programados en un orden muy amplio de posibilidades de las que nunca jamás saldremos como cualquier ser vivo. Nos iremos perfeccionando por dentro y fuera de nuestro organismo para que otros vengan a sustituirnos, aunque quede mucho tiempo para que eso suceda. Incluso, tal vez, compartamos el mismo espacio recorriendo lo que hoy consideramos utopía y que para ellos, otros entes superiores, sea una realidad inalcanzable a nuestras características. No somos los últimos de la creación, si esta es infinita. Porque el sentido de la misma será llenar de vida los espacios del cosmos que están exentos de ella.

Estamos necesitados de creernos todo. De cuestionarnos todo. De aplicar sentido a nuestro futuro. De dar contenido al esfuerzo por mantenernos en armonía; algo que resulta, a todas luces, imposible de alumbrar. Somos una especie maravillosa, poseedora del cálculo que nos eleva en todas las direcciones. No desperdiciemos más el tiempo incansable, que no vuelve, y confiemos creyendo en nosotros mismos cuestionándonos, queriéndonos, redimiéndonos. Es el valor del esfuerzo el coste que hemos de pagar continuamente para que la vida tenga razón de ser vivida. “Alguien que sabe bien lo que hace y por qué lo hace, trabaja mejor”. Abracemos el saber y rechacemos el miedo y el escape.


Nada que se regala se valora suficientemente. Antes que en la desidia acomodémonos en el sacrificio y, al menos, seamos honrados consigo mismos, sin engañarnos, sin herirnos ni perjudicarnos.

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