sábado, 20 de agosto de 2016

MALES ENDÉMICOS A VENCER

Nada es tan potente y preocupante que la guerra. En ella mueren millones de personas y otras tantas quedan sin hogar, sin voz, olvidadas de toda justicia.
La guerra es la primera fuerza bruta, la más dañina y cruel. Se adultera de muy diferentes formas para inventarla, para justificarla, alegando, especialmente, que es para mantener la paz (la paz de los muertos, sin duda) mientras fabrican infinidad de armas que han de consumirse. Una falacia criminal de quienes la incitan, ya que a nadie se le escapa que el uso de la violencia genera más violencia y su exterminio se logra con que el nulo interés por lo material, elevando el valor de la educación en pro del respeto hacia los demás y sus diferencias ideológicas, así como la libertad y democracia de los pueblos, una vez sus necesidades básicas están cubiertas.

Existen, no obstante, fuerzas tan dañinas como la indicada, que apenas si reparamos en ellas.

Dependemos de los bancos, especialmente los privados, que crean dinero de la nada. Tal privatización es la causa principal de la ignorancia, la pobreza, la discriminación social,… ya que con ello, sin más motivación que su propio interés, mandan en el mundo dirigiendo a gobernantes, especuladores, contrabandistas… solidificando su poder. Éste, tal vez, sea incluso superior al que sustentan las religiones que se basan en las obscenas e invisibles mercancías del oscurantismo y el miedo, provocando odios y rivalidades entre la gente y los pueblos.

La banca debería limitarse a prestar solamente los fondos depositados y que sea el Estado el único ente con facultades para poder emitir dinero. El dinero físico debería ser anulado (salvo las monedas en circulación) para que toda transacción, por delictiva que sea, deje huellas a su paso. Hoy en día, cualquier Donan Trump, cualquier Soros o Rothschild, por obra y gracia del dios Dinero, del que emana su poder, puede convertir en chatarra el mundo económico y fantástico en el que nos movemos, originando determinadas crisis que excite malignos destrozos y el hombre indemne acuse su fragilidad.

Son, por tanto, las crisis, otros de los males endémicos a combatir, que tan sólo pueden vencerse deteniendo la codicia que nos arrastra a la inseguridad o al afán por lograr cosas que carecemos. La avaricia con nada puede ser justificada, salvo con el infierno interior a que la misma nos somete, imputable a no considerar que todo es relativo, sustituible y nada certero. Nos movemos en la incertidumbre sin pararnos a pensar que la muerte nos llega volando y que nada es tan gratificante como pasar, la escasa o larga vida que tengamos, en bienestar.

Deberemos, por consiguiente, achatar los extremos materiales de riqueza que nos separan, permitiendo una renta digna a quienes se esfuerzan por conseguirla y limitando aquéllas que, aun siendo ganadas con sacrificio y trabajo o por circunstancias distintas a las primeras, apenas si erosionan su merecida fortuna, así como tampoco, a los principios fundamentales que nos hemos dado para coexistir: la vida, la libertad y la propiedad privada, mientras uno viva.


Hagamos una lista de cosas positivas y arruguemos el negativo espíritu de las cosas corrosivas y peligrosas para la vida. Olvidémonos de calificativos o típicos encasillamientos que nos inmovilizan y crean prejuicios. Dejémonos llevar por los sentimientos de solidaridad sabiéndonos todos humanos. Hablemos impecablemente. No supongamos. Y, sin que nos afecte lo que hagan o digan los demás, que no podemos evitar, hagamos lo máximo posible para obtener lo que el corazón nos dicta. 

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