El origen de la religión surgió,
sin duda, a consecuencia del miedo a lo desconocido, a la ignorancia, a oscuros
fenómenos naturales que los humanos eran incapaces de superar. Éstos, entonces,
se asociaron para hacer frente y defenderse de tales misterios. Algunos
creyeron que aunándose en torno a similares enigmas, con invocaciones, fórmulas
o ritos comunes, se podrían combatir o aplacar, pero los malignos espíritus
invisibles, que atentaban contra ellos, prevalecen todavía. Así que, inventándose dioses (que más tarde personalizarían
a su imagen y semejanza y cuya creencia R. Dawkins considera que es un delirio),
cultos para adorarles y portavoces con los que comunicarse, florecieron grupos
de individuos que les rendían pleitesía. Los hombres imploraban por no ser
castigados o para conseguir algún beneficio y para ello, además de compromisos
y sacrificios, donaban sus mejores bienes, tanto si eran complacidos (que justo
era hacerlo) como si no (que su furia no se incrementase). De cualquier manera,
los representantes de tales divinidades se forraban
con tantos presentes (ya que éstas ni comen ni nada precisan) sin que, apenas,
los acobardados seguidores algo debatiesen:
¿Por qué precisaban de intermediarios? ¿Cómo
ambos se entendían sin desavenencias? ¿Cuándo fueron de poderes investidos? ¿Dónde
residían o quién los creó?
Desde entonces, mucho tiempo ha pasado y multitud de religiones se han
eclipsado, emergido o cambiado, sofisticándose de mil maneras, adaptándose a la
época, a los modos y a las costumbres; pero lo principal, es que el alimento del
que se nutren, continúa intacto: el miedo, la ignorancia, la oscuridad, el
misterio, la apatía, el desconsuelo… los mismos condicionantes en los que se fundamenta
toda dictadura, toda tiranía, todo absolutismo para permanecer y,
afortunadamente, se superan. Sin embargo, la religión, por muy absurda que sea,
es una creencia irrebatible, dado que emana de un sentimiento (“cuestión
de fe”) para el que no existe razón posible y, menos todavía, si ésta
conduce a que sus mediadores dejen de forrarse,
pierdan sus influencias o se anulen, como ocurre con los dictadores.
Las religiones ocupan todo acto de la vida humana, por diminuto que
éste sea. Tanto las politeístas como las monoteístas (las menos disparatadas) dictan,
a través de sus normas, lo que hay qué hacer desde que hombre nace hasta que
expira. Qué comer, cuándo hacerlo: día, hora, minuto y segundo. Cuándo ayunar.
Cómo vestirse. Lo que es puro y lo que no lo es, lo sagrado y lo profano….
Las religiones, a través de varones como protagonistas, interpretan las
palabras, los gestos, los designios de su Dios (que no puede ser el mismo
porque sus mensajes son diferentes)
relegando a la mujer, a otros humanos y demás seres vivos a planos de
inferioridad como si fueran cosas insignificantes. Las religiones imponen su
racismo y autoridad aplicando severos castigos (físicos y metafísicos) y su
gobierno deja mucho que desear. Hoy, ya hay mucha gente cuestionando (con
poco que sepan de su historia) los cuentos que les contaron en su infancia, los
fanatismo de las cruzadas, las guerras santas, la muerte a los infieles; las
aberraciones de las inquisiciones, los demonios de los infiernos, las vírgenes
de los paraísos; el cómo, el porqué y de qué manera algunos vivos se arrogan
los mandatos divinos para hablar de separatismos,
excomuniones, pecados, penitencias… e
invocan intereses espurios aduciendo que será “lo que Dios quiera”.
“El mundo necesita despertar de esta larga pesadilla” (Muy Interesante 435 Agosto) dejando las
creencias religiosas a la intimidad de cada uno, toda vez que los sentimientos,
además de internos, libres y sinceros,
corresponden a un único espíritu creador personal. Publicitar la fe religiosa o
competir por su hegemonía, son rasgos comerciales, que no han de atentar al
sentimiento agnóstico, si cumplen con la ley y pagan sus impuestos. Inculquemos
a nuestros niños valores de bondad, respeto, honradez y no credos a erradicar.
Que la escuela y la universidad los extienda a la sociedad para que cuando cada cual tenga
capacidad de juicio decidan su identidad, sin que otros lo hagan por ellos.
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