Seguro que existen tantos
nacionalismos como ideas únicas tratan de imponerse por un grupo sobre otro,
sin que ninguna de ellas, por sí sola, pueda ser respetable. Los hombres jamás
serán homogéneos, ni ningún nacionalismo, por muy radical que sea, podrá
imponerse a los demás. El nazismo trató de aniquilar a los judíos y éstos no
toleran que un no nacido de madre judía se considere judío como ellos. Pertenecer a la humanidad es lo que importa
y no las ideologías, circunstancias, lenguas, inclinaciones o estigmas con los
que se crece. Pensemos en los animales sin “nuestra” capacidad de hablar,
de razonar, de llegar a acuerdos o de superar sus instintos recluidos en una
espiral sin salida. Pensemos en que los principios y creencias pueden
alterarse, mezclarse o desaparecer, pero no así la condición humana. Compartir
una identidad, un lenguaje, un convencimiento o una obsesión no es lo esencial,
ni siquiera respetable, si por encima no está la capacidad de ser humano,
aunque, posiblemente, encerrada en una esfera de la que sólo otro ser superior
pueda escapar.
La mayoría de las veces damos
importancia al lugar donde nacimos o habitamos haciendo de ello una debilidad o
fortaleza que siempre nos acompaña. Pero observemos como, por ejemplo, los
andaluces que emigraron a Cataluña se tornaron en independentistas; como
seguidores del R. Madrid C.F. se identifican con colores o la ciudad que los
representa, aunque sus jugadores sean de
nacionalidades e interés distintos; como, en otro tiempo, la poderosa religión
cristiana (hoy segregada en grupos variopintos) fue perseguida y tachada de
secta vulgar y gente peligrosísima. No
podemos obstinarnos en seguir lo que siempre ha sido porque, tal vez, ni
siquiera existió o nunca fue como creímos. Creer no es ley y menos aún
justicia; sólo es una suposición que conviene ratificar a menudo. Pertenecer a un grupo, a una comunidad, sin
más argumentos que considerarla nuestra o, sencillamente, porque sí, es uno de
los errores que se cometen olvidando sus orígenes o cómo ha llegado a lo que es.
En este país hay personas decisorias
en instituciones que, sin tener en consideración cuanto antecede, llegan a un
nacionalismo extremo, de tal suerte, que su miedo les obliga a pensar que la
libertad otorgada (que ellos no se
permiten) vulnera el respeto de las personas cuando en realidad son opiniones e
ideas sobre las cosas que, como todas ellas, son cambiantes. Su excesivo celo nacionalista abruma a
cualquier otro más moderado. Tal es así, que desde hace tiempo la libertad en
España está retrocediendo a pasos agigantados, por lo que la democracia sigue
sus pasos e, insegura, se acerca a una sociedad tutelada con leyes pusilánimes.
Baste observar la inviolabilidad del rey, una persona de carne y hueso, con
sangre plebeya, con pulsiones humanas y errores capitales que, como la mayoría,
sería incapaz de lanzar la primera piedra por estar libre de pecado. Ni
siquiera habla ex cátedra, ni aplica dogmas porque sabe que la ofensa a los sentimientos religiosos es una falacia,
ya que nadie la puede demostrar, y menos aún, la persona jurídicas (cofradía,
asociación…) desprovista de sentidos. No
hay duda que es algún radical nacionalista (monárquico, religioso…) que tira la
piedra y esconde la mano entre una multitud de seguidores que callan y lo
secundan. ¿Y qué decir de la incitación al odio? Quien odia: sufre, tratando de
vengarse. La persona odiada ignora que lo es y más, si es un ente o sujeto
virtual, exento de placer y dolor. Por tanto, es sólo una ocurrencia o juicio
de valor emitido, más o menos afortunado, en medios de escasa difusión (digitales
por lo general) para ser secundado; algo parecido al proselitismo de partidos
políticos, religiones o grupos de otro tipo, dando a conocer sus bondades y atacando
a su competencia para crear opinión y obtener votos favorables o el beneplácito
de la gente. Intuya ¿por qué algunos londinenses exhibieron lazos amarillos a lo Guardiola? Prohibir
castiga y expande; la libertad responsabiliza.
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