Jamás podré olvidar la muerte de
dos seres queridos que, durante bastante tiempo, fueron mis vecinos en Madrid.
Cuando se casaron se dieron de
alta en una iguala médica hasta que se estableció la Seguridad Social y pasaron
a beneficiarse del nuevo sistema. La cuota del médico la emplearon para
contratar un seguro de salud y otro de decesos, en las que fueron ¡incorporando
a sus hijos al nacer! La compañía les fue subiendo la prima justificándola con
más coberturas que servirían para cobrar una jubilación.
Apenas si hicieron uso de ningún
sistema de salud, eran jóvenes, gozaban de buena salud y, ante cualquier
malestar, acudían a la Seguridad Social, pues les atendían perfectamente, en
especial el pediatra y su médico de cabecera.
Un accidente causó a él la muerte
y la compañía aseguradora se hizo cargo de los gastos de su sepelio. Fue un
trabajador modelo que dejó una viuda y cuatro hijos menores, dos de los cuales,
cumplidos los catorce años, abandonaron la escuela para trabajar y con sus
sueldos apoyar la economía familiar; sin embargo, años después, la parca, que
no descansa, a punto estuvo de llevarse a la viuda por una operación de
estómago. En este caso, ella recurrió a los servicios médicos de su sociedad
médica, en cuya clínica efectuaron la intervención que, según comunicó la
dirección del centro, salió excelentemente. El doctor que la intervino era un
prestigioso medico de un hospital importante de la seguridad social en Madrid y
la enfermera una experta de ese mismo hospital.
Pese a que todo había salido muy
bien, pasaron los días y el alta médica no se producía. Un familiar, que desde
el día de la operación no había vuelto a ver a la paciente, comentó, al verla
de nuevo, lo mal que la encontraba y, preocupada la familia, alertó a la
dirección de la clínica y ésta a doctores y asistentes que anduvieron de
carreras, resultando que ¡la paciente estaba muriendo de inanición!
La recién operada debía de
consumir de seis a ocho frascos de suero durante la noche; sin embargo, tomaba
uno a un ritmo lento para que la enfermera no tuviera que levantarse a cada
momento a cambiárselo, dado que debía dormir para estar fresca al día siguiente
en el famoso hospital de la S.S. El médico tuvo que abrir de nuevo y extraer
una gasa que, por añadidura, quedó en el interior de la intervenida.
Al año siguiente, una vez
repuesta la paciente, la compañía subió el precio de su póliza, a una cifra
inasumible para la titular que se vio obligada a cancelarla y dejar únicamente
la cobertura por defunción. En resumen, ningún miembro de la familia asegurada
(padre, madre e hijos) cobró jubilación; eso sí, a la muerte de ella, entierro,
funeral y demás servicios fueron óptimamente atendidos, pues había muchos
asistentes que se interesaban por tan magníficos fastos de la aseguradora. Hoy,
una vez jubilado, ninguna sociedad nos asegura dado que la parca nos ronda y su
negocio es el de ganar dinero, no el de sanar o el de cuidar enfermos.
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